Explicando la Pasión a los niños
El otro día, en catequesis, expliqué a los
niños la Pasión y muerte de Jesús. Les planteé: ¿por qué un hombre bueno, que pasa
por la vida haciendo el bien, es condenado a muerte? ¿Por qué esa muerte
injusta, cruel, aparentemente absurda?
Les fui explicando, paso a paso, y con
palabras sencillas, por qué la bondad de Jesús y la novedad de su mensaje rompían
con la religiosidad anquilosada de los fariseos y con el status quo de los
sumos sacerdotes. Los creyentes en un solo Dios habían endiosado la Ley y el
templo ―y con ello, su justicia y su dinero― hasta el punto que el mensaje de
Jesús y su amor a los pecadores y a los marginados llegaron a ser una grave
amenaza. ¡Y el pueblo sencillo le seguía!
Los niños entienden. Entienden más de lo que
los adultos creemos o queremos admitir. Comprendieron los intereses creados de
fariseos, escribas y saduceos, el forcejeo y el juego político de estos con
Pilatos, el romano práctico y expeditivo. Comprendieron la coherencia heroica
de Jesús, de afrontar la muerte cara a cara y no huir, viviendo lo que creía
hasta el fin.
Más les costó entender la traición de Judas.
¿Por qué un amigo traiciona a otro amigo? Surgieron algunas explicaciones
espontáneas: avaricia, envidia... Algunos habían oído o visto versiones
dispares en reportajes o películas. Y la duda que asalta a tantos cristianos y
no cristianos inquieta también a los niños. ¿Se salvó Judas? ¿Lo perdonó Dios?
¿Qué opináis vosotros?, les pregunté, ¿perdonó
Dios a Judas? Las niñas de inmediato respondieron: ¡Sí! Los niños comprenden...
Comprenden cómo funciona el corazón de Dios, a menudo mucho mejor que los
adultos.
Me escucharon con tremenda atención y, por sus
caritas, por el brillo de sus ojos, vi que algunos estaban impresionados, casi
conmovidos. Les narré con sencillez, buscando las frases precisas, cómo murió
Jesús y cuáles fueron sus últimas palabras. ¿Cómo puede no conmover la historia
de un hombre que es Dios y que muere de amor por nosotros?
Les impactó que muriera perdonando a sus
enemigos. En seguida saltó quien dijo que él no sería capaz de hacer eso nunca.
¡Reacción tan humana!
Les gustó saber que un amigo, Juan, y unas
mujeres, lo siguieron hasta el fin. Cuando les expliqué las palabras de Jesús a
su madre y al discípulo amado y les dije que desde entonces María era madre de
todos, una niña exclamó: ¡por eso somos hermanos!
También les gustó saber que hubo un buen ladrón
que, pese a toda una vida de fechorías, por arrepentirse en el último momento
acompañó a Jesús en su entrada a la otra vida, la del cielo.
Y surgió ese gran interrogante: ¿Dónde está
Dios? La eterna pregunta que arrojan al cielo creyentes desesperados, no
creyentes que quizás desearían creer y escépticos que, como los judíos
burlones, se ríen ante la cruz y piden un prodigio para poder creer.
¿Dónde estaba Dios, en esos momentos, en que
su Hijo sufría tanto?, pregunté, mirando a los niños.
Y ellos, casi a una, señalaron la cruz que
presidía la mesa. Allí.
Ningún teólogo podría explicarlo mejor. ¿Dónde
estaba Dios, mientras su Hijo moría? Allí, tendido sobre la cruz, clavado con él,
sangrando con él, agonizando con él... Amando hasta el límite, como él.
Se hizo un silencio, durante un instante. Solo
que, continué, la historia no se termina aquí...
No se termina aquí porque el Señor de la vida
no puede morir, y el Dios hecho hombre tampoco vino para ser enterrado y
olvidado, sino para abrir la tierra, rasgar el velo de la muerte y enraizarla
con el cielo. Esa otra dimensión donde nos aguarda, vivo, siempre, en cuerpo y
en alma.
Una semana después, con los niños de la
catequesi hicimos un Vía Crucis, recorriendo el patio de la parroquia. No sé si
captaron mucho el significado... No sé si las pequeñas reflexiones, adaptadas a
su realidad cotidiana y leídas por ellos mismos en cada estación, llegaron a
cuajar un poco en su memoria. Pero al final del Vía Crucis, cuando rezamos por
los enfermos, los que sufren y los difuntos, e invité a los niños a formular de
manera espontánea sus plegarias, me di cuenta de que sí, algo habían
comprendido. Algo o mucho. Rezaron por sus abuelos, sus tíos, un hermanito, un
vecino, fallecidos recientemente, o incluso antes de nacer ellos. Rezaron incluso
por sus mascotas muertas ―¡también son criaturas de Dios!― y por los abuelos
vivos, para que «vivan más años y sigan bien». Rezaron con esa frescura y limpieza
de corazón que llega directa al cielo, la oración más bella que puede alcanzar
los oídos de Dios.
Sí, los niños entienden... ¡tantas cosas! Entienden
que les hablemos del amor, de la muerte, de la entrega y del cielo. Y, a veces,
a los adultos tan embebidos en nuestras rutinas y racionalidades diarias, nos dan
auténticas lecciones de teología y humanidad.
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