Durante estos días de Semana Santa, leyendo la
Pasión de Cristo y asistiendo a los oficios, o participando en procesiones y Vía
Crucis, solemos profundizar mucho en el sentido del dolor, en el valor redentor
de la muerte de Jesús en la cruz, en el sufrimiento y las injusticias del
mundo, asumidas por Dios para rescatarnos.
Escuchamos homilías, leemos mensajes y
reflexionamos sobre cómo nuestra acción puede aliviar o agravar el daño de tantas
pasiones que continúan hoy en el mundo. Nos detenemos en los personajes que
aparecen en los evangelios sobre la muerte de Jesús y vemos de qué manera cada
uno de ellos refleja o contrasta nuestra propia actitud. Dejamos que el corazón
se nos abra para sentir, conmovernos e intentar comprender ese misterio tan
grande de un Dios que, por segunda vez, después de la encarnación, se hace
pequeño y frágil. Ahora ya no como niño indefenso, sino como un condenado,
rechazado y vapuleado por todos.
Pero quizás nos falta ahondar más en otro
sentido de la Pasión, su verdadero sentido, en realidad. El que hace que la
muerte de Jesús en cruz no sea un final absurdo y cruel, sino un comienzo.
José Luis Martín Descalzo, en su Vida y misterio de Jesús de Nazaret, nos
habla de un parto: «¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática
tarde...!». Nos recuerda aquellos dolores de parturienta con los que el mundo gime
antes de dar a luz a la nueva humanidad, esa imagen tan expresiva de San Pablo
(Rm 8, 22).
Dice Raniero Cantalamessa en su Vía Crucis que
cuando Dios quiso hacer algo grande ordenó, con voz potente, y el mundo fue
creado. Pero cuando Dios quiso hacer algo todavía mayor, abandonó su grandeza y
ya no dio órdenes: obedeció. Se hizo pequeño y se sometió a todos los límites
que padece la humanidad: esa fue la Pasión. Y entonces una nueva humanidad
comenzó a ser creada.
Los primeros brotes
Sí, la Pasión es el inicio de ese parto larguísimo
y doloroso que se extiende hasta hoy. Un parto bañado en sangre y en
sufrimiento, pero que es el preludio de otra vida alegre y luminosa. En las
primeras horas ya comienzan a salir los primeros brotes de ese reino nuevo, el
reino de Jesús, «que no es de este mundo», aunque hunde sus raíces en él.
¿Cuáles son estos primeros brotes? Un campesino
rudo llamado a la fuerza, el Cirineo, que queda impactado ante el reo al que
debe ayudar. Sus hijos, años más tarde, serán cristianos. Un salteador que la
tradición ha llamado buen ladrón, aunque
de bueno tuviera poco; un salteador, o quizás un terrorista, diríamos hoy, que
antes de morir supo ver en Jesús a alguien más que a otro condenado cubierto de
azotes. Entre todos los que estaban allí, supo reconocer a Dios clavado en la
cruz y ¡fue el primero en ascender al cielo con él! Una madre heroica que, de
ser madre de Dios, pasa a ser madre de todos los hombres y restaura la fraternidad
sobre la tierra. Un joven discípulo que ha vencido el miedo y sigue fiel, el
primero de muchos más que serán llamados amigos de Dios. Y un centurión, ¡jefe
de los mismos verdugos!, que no juega a los dados y queda abrumado al ver morir
a un hombre justo. Ese legionario, extranjero y pagano, representante del poder
opresor, es el primero en confesar al Hijo de Dios.
Parecen pobres frutos: un labriego, un
delincuente, una madre desconsolada, un muchacho, un soldado. Todo bajo la
sombra dantesca de la cruz. Pero es que Dios siempre se abre camino así, de
forma misteriosa, humilde, paradójica y desafiante. No vino al mundo con fasto
y poder, sino como un niño de pueblo. Y no lo abandonó con una muerte heroica y
noble, sino con el suplicio vergonzoso destinado a los criminales.
¡Este es Dios! El que gira el mundo, el que
cambia el orden de las cosas, el que transforma de arriba a abajo, si lo
dejamos, nuestra vida. El que saca bien del mal, el que hace florecer lirios
entre las ruinas, el que responde a la muerte con la resurrección.
El grano de trigo
Jesús utilizó en su predicación una imagen
bella y certera para describir el sentido de su vida y de su Pasión: «si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho
fruto» (Jn 12, 24). Él es el grano de trigo. Durante su vida terrena ha sido espiga,
ha sido grano y ha sido pan; pero llega el momento en que debe ser enterrado y
morir. Después de su muerte, surge de nuevo y se convierte en el tronco de un árbol
inmenso, en la vid de innumerables sarmientos que da mucho más fruto para
alimento y gozo de la humanidad. Pero ya no es un alimento perecedero o un agua
que no sacia. ¿Qué fruto nos da? Él mismo, la Vida con mayúsculas. La vida que
no perece y que nos abre a otra dimensión nueva e inesperada.
Todos los evangelios están escritos, por así
decir, desde el final hasta el comienzo, hacia atrás. A la luz de la resurrección
los discípulos comprenden la muerte y el sentido de toda la vida de Jesús. Sin
resurrección, la buena noticia no existiría y la historia de Jesús se hubiera
borrado en el olvido.
Una creencia que nos cambia
Creer en la resurrección no es opcional para
el cristiano. Es su origen y fundamento. De ese hecho parte toda nuestra fe. Creer
en la resurrección no es un mero agarradero psicológico, un consuelo
desesperado, un invento para conjurar el miedo a la muerte y a la nada. La
resurrección de Jesús irrumpió en la vida de quienes lo seguían como un hecho
inesperado y misterioso, que no preveían y que muy torpemente acertaron a
explicar. Pero el reencuentro con Jesús cambió sus vidas de tal manera que su
experiencia nos ha llegado hasta hoy.
Si la resurrección convirtió a unos galileos
cobardes y pendencieros en un puñado de misioneros audaces, dispuestos a
anunciar con alegría a aquel que amaban, hasta la muerte si fuera necesario, también
nos puede cambiar a nosotros. Si creemos de verdad, si la interiorizamos en
nuestro corazón, nos hará vivir liberados de miedos absurdos, de ataduras egoístas
y de angustias mezquinas. Saber que al final de nuestro camino se abre un
abismo soleado hacia otra vida increíblemente más bella y plena, que nunca
podremos adivinar, pero que sabemos cierta, convierte la vida de acá en una
aventura intensa, alegre y esperanzada. Lejos de despreocuparnos por el
presente, como dicen los críticos de la religión, nos hará saborearlo con más paz,
en profundidad y con gozo agradecido. Y nos hará valientes: capaces de anunciar
esta alegría al mundo, sin miedo al fracaso. Porque, por mucho que podamos
sufrir, sabemos que hay alguien a nuestro lado que ya sufrió y ya llevó toda la carga del mundo por nosotros. No
estamos solos. Jesus, vivo, hoy, camina a nuestro lado.
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