Este
año, el Papa Benedicto XVI está dedicando sus catequesis de los miércoles a la
fe. Recojo y resumo algunos fragmentos de su plática
del 24 de octubre, que me parecen magníficos para expresar qué significa
tener fe.
El mundo,
hambriento de sentido
«Hoy, junto a tantos
signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A
veces se tiene la sensación de que el mundo no se encamina hacia la
construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de
progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse
sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve
y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de
cuantos se sienten desorientados y están disponibles para creer en cualquier
cosa. Vuelven a emerger algunas
preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el
hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección
orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de
la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?»
De estas preguntas surge el mundo de la
planificación, del cálculo y de la experimentación; de la ciencia, que por
importante que sea no basta. El pan
material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de
significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido
que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las
oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos.»
No
solo de pan vive el hombre. El Papa constata aquí una verdad: la del hombre en busca de sentido, la necesidad humana
de dar una dimensión trascendente a su vida. El pan solo no basta para vivir de
verdad. El materialismo y la búsqueda del bienestar material y las certezas
científicas no sacian el corazón humano.
Creer nace de
un encuentro personal
«Dios mismo se ha mostrado a nosotros en
Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de
nosotros.
Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa
de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la
dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas
sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre.»
Y aquí el Papa nos habla de la fe
no tanto como un proceso intelectual, sino como un encuentro, real y vivo, con
Dios. La fe surge de la certeza de saberse amado. Este encuentro entraña una
conversión, una apertura de corazón, una infancia
espiritual para poder sentirse como niños abandonados en los brazos
amorosos del Padre.
Correr a
anunciar
«Creer cristianamente significa este abandonarme
con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese
sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como
don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de
la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra
vida de cristianos.
La confianza en el Espíritu Santo nos debe
impulsar a ir y predicar el Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero,
además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe el
riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con
Cristo. Dice san Agustín: «Nosotros hablamos echamos la semilla. Hay quienes
desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a estos, ya no
tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha. Por
ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14). El rechazo, por lo tanto, no puede
desalentarnos.»
Pero
no basta vivir ese encuentro, no podemos reservarnos la alegría para nosotros
mismos. ¡Este es el sentido del evangelio! Después de la gran experiencia,
llega el anuncio, la expansión. Y aquí los apóstoles y los santos son nuestros
maestros. Ellos sembraron la buena
semilla con valor, sin miedo a nada ni a nadie. Sin miedo al rechazo y al
fracaso, con santa desvergüenza, con audacia y libertad. Conscientes de que
estaban llevando a cabo no su hazaña personal sino la obra de Dios. Con esa
confianza no hay vanidad ni miedo al rechazo, no hay desánimo ni orgullo herido,
sino entusiasmo… a tiempo y a destiempo.
Un don
comunitario
Esta
fe no es un mérito nuestro ni un resultado de nuestro esfuerzo, sino un regalo
que acogemos. Y nunca es un proceso aislado, sino vivido en el seno de una
comunidad. La fe brota dentro de cada cual, se enciende personalmente. Pero se
vive y se alimenta en grupo. Solo Dios nos da la fe, pero el testimonio que nos
motivó a buscarle casi siempre viene por mediación humana. No se cree por uno
mismo ni se cree en soledad.
«Pero ¿de dónde obtiene el hombre esa
apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho
visible en Jesucristo, para acoger su salvación? Respuesta: podemos creer en
Dios porque Él se acerca a nosotros y
nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de
acoger al Dios viviente. El Espíritu Santo, mueve el corazón, lo dirige a Dios,
abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la
verdad» (Const. dogm. Dei Verbum, 5).
El bautismo es el sacramento que nos dona el
Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios, y marca la entrada en la
comunidad de fe, en la Iglesia: no se
cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los
hermanos.»
Fe y libertad:
el plan de Dios
«La fe es don de Dios, pero es también un acto profundamente libre y humano. No es contraria ni a la libertad ni a la
inteligencia del hombre (Catecismo,
154). Es más, las implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las
propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la
acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad,
nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz con todos.
Creer es fiarse con toda libertad y con
alegría del proyecto providencial de
Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como hizo María de
Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro
corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí»
transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la
hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.»
Este
párrafo es fundamental para mí. La fe puede ser un don, pero a la vez es un acto: no somos receptores pasivos y
sumisos. La fe pide nuestra libertad. Acogemos ese don porque queremos, sin
coacción alguna. Es así, acogida libremente, como puede dar fruto en nosotros,
de la misma manera que no podemos amar de verdad si no somos libres.
La
vida humana concebida como éxodo es
otra gran verdad. Para aquellos que no se conforman con sobrevivir, o vivir en
la mediocridad, en una vida programada
por defecto, llega un momento en el que hay que salir. Y esa salida es una
aventura arriesgada e incómoda, como todo éxodo. Hay que desprenderse de muchas
cosas, desnudarse interiormente, llegar a tocar fondo. Pero no se sale si no
hay una esperanza, una meta que alborea en el horizonte, aunque durante mucho
tiempo caminemos en las tinieblas. En ese camino nos mueve la fe, como dice el
Papa, esa confianza en que Dios tiene un proyecto para mí, para el mundo, para
la historia. Sí, Dios tiene un plan para mi vida, un precioso guión que me
ofrece… pero que yo puedo aceptar, libremente, o rechazar.
Y,
¿qué ocurre? Cuando lo aceptas, Dios te invita a escribirlo junto con él. Descubres
que no hay mejor guión, mejor plan, ni obra más hermosa que la que él ha soñado
para ti. Nunca podremos superarlo como artista, nunca podremos superar su creatividad
y su magnificencia. Nuestros mejores sueños se quedan cortos al lado de su
amor. Solo necesitamos creer y confiar. Abandonarnos. Decir sí. Después de este
sí, nuestra vida habrá dado un vuelco y será, como dice el Papa, «nueva, rica
de alegría y esperanza fiable».
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