martes, 13 de noviembre de 2012

Tener fe


Este año, el Papa Benedicto XVI está dedicando sus catequesis de los miércoles a la fe. Recojo y resumo algunos fragmentos de su plática del 24 de octubre, que me parecen magníficos para expresar qué significa tener fe.

El mundo, hambriento de sentido


«Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y están disponibles para creer en cualquier cosa. Vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?»

De estas preguntas surge el mundo de la planificación, del cálculo y de la experimentación; de la ciencia, que por importante que sea no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos.»

No solo de pan vive el hombre. El Papa constata aquí una verdad: la del hombre en busca de sentido, la necesidad humana de dar una dimensión trascendente a su vida. El pan solo no basta para vivir de verdad. El materialismo y la búsqueda del bienestar material y las certezas científicas no sacian el corazón humano.

Creer nace de un encuentro personal

«Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de nosotros.

Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre.»

Y aquí el Papa nos habla de la fe no tanto como un proceso intelectual, sino como un encuentro, real y vivo, con Dios. La fe surge de la certeza de saberse amado. Este encuentro entraña una conversión, una apertura de corazón, una infancia espiritual para poder sentirse como niños abandonados en los brazos amorosos del Padre. 

Correr a anunciar


«Creer cristianamente significa este abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de cristianos.

La confianza en el Espíritu Santo nos debe impulsar a ir y predicar el Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo. Dice san Agustín: «Nosotros hablamos echamos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14). El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos.»

Pero no basta vivir ese encuentro, no podemos reservarnos la alegría para nosotros mismos. ¡Este es el sentido del evangelio! Después de la gran experiencia, llega el anuncio, la expansión. Y aquí los apóstoles y los santos son nuestros maestros. Ellos sembraron la buena semilla con valor, sin miedo a nada ni a nadie. Sin miedo al rechazo y al fracaso, con santa desvergüenza, con audacia y libertad. Conscientes de que estaban llevando a cabo no su hazaña personal sino la obra de Dios. Con esa confianza no hay vanidad ni miedo al rechazo, no hay desánimo ni orgullo herido, sino entusiasmo… a tiempo y a destiempo.

Un don comunitario


Esta fe no es un mérito nuestro ni un resultado de nuestro esfuerzo, sino un regalo que acogemos. Y nunca es un proceso aislado, sino vivido en el seno de una comunidad. La fe brota dentro de cada cual, se enciende personalmente. Pero se vive y se alimenta en grupo. Solo Dios nos da la fe, pero el testimonio que nos motivó a buscarle casi siempre viene por mediación humana. No se cree por uno mismo ni se cree en soledad.

«Pero ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, para acoger su salvación? Respuesta: podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios viviente. El Espíritu Santo, mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Const. dogm. Dei Verbum, 5).

El bautismo es el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los hermanos.» 

Fe y libertad: el plan de Dios


«La fe es don de Dios, pero es también un acto profundamente libre y humano. No es contraria ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre (Catecismo, 154). Es más, las implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz con todos.

Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.»

Este párrafo es fundamental para mí. La fe puede ser un don, pero a la vez es un acto: no somos receptores pasivos y sumisos. La fe pide nuestra libertad. Acogemos ese don porque queremos, sin coacción alguna. Es así, acogida libremente, como puede dar fruto en nosotros, de la misma manera que no podemos amar de verdad si no somos libres.

La vida humana concebida como éxodo es otra gran verdad. Para aquellos que no se conforman con sobrevivir, o vivir en la mediocridad, en una vida programada por defecto, llega un momento en el que hay que salir. Y esa salida es una aventura arriesgada e incómoda, como todo éxodo. Hay que desprenderse de muchas cosas, desnudarse interiormente, llegar a tocar fondo. Pero no se sale si no hay una esperanza, una meta que alborea en el horizonte, aunque durante mucho tiempo caminemos en las tinieblas. En ese camino nos mueve la fe, como dice el Papa, esa confianza en que Dios tiene un proyecto para mí, para el mundo, para la historia. Sí, Dios tiene un plan para mi vida, un precioso guión que me ofrece… pero que yo puedo aceptar, libremente, o rechazar.

Y, ¿qué ocurre? Cuando lo aceptas, Dios te invita a escribirlo junto con él. Descubres que no hay mejor guión, mejor plan, ni obra más hermosa que la que él ha soñado para ti. Nunca podremos superarlo como artista, nunca podremos superar su creatividad y su magnificencia. Nuestros mejores sueños se quedan cortos al lado de su amor. Solo necesitamos creer y confiar. Abandonarnos. Decir sí. Después de este sí, nuestra vida habrá dado un vuelco y será, como dice el Papa, «nueva, rica de alegría y esperanza fiable».

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