La muerte, madre de muchas preguntas
En
la fiesta de los fieles difuntos nos encontramos con una realidad que siempre
ha inquietado el corazón humano y que ha despertado los mayores interrogantes:
la muerte. La consciencia de nuestra finitud y la evidencia del fin, la
descomposición de la materia y la desaparición del cuerpo físico, han llevado a
la humanidad a plantearse muchas preguntas. ¿Es posible que esas personas
vivientes, que significaron tanto para nosotros, desaparezcan sin más? ¿Y
nosotros? ¿Salimos del azar y regresaremos a la nada? Para muchos, lo que más
temor causa no es tanto la muerte en sí como la idea de la aniquilación total,
del exterminio del ser. La nada causa un vértigo pavoroso. ¿Qué sentido tiene
vivir, si hemos de morir, al fin y al cabo, y todo terminará para nosotros?
Muchas
religiones y filosofías han intentado dar respuestas. Algunas se centran en la
vida presente: puesto que la muerte es inevitable y forma parte de nuestra
naturaleza, hay que vivir lo mejor posible, aceptando con resignación y
serenidad la muerte. A esta conclusión realista llegan el estoicismo, el
epicureísmo, el vitalismo del carpe diem
y también el autor de un conocido libro de la Biblia, el Kohélet o Eclesiastés.
Otra
postura se enfoca en el mundo de lo invisible: en el alma. La inmortalidad del
alma es creencia compartida por múltiples religiones y corrientes de
pensamiento, desde los antiguos egipcios hasta el platonismo y el hinduismo. Esta
alma inmortal se encarna temporalmente en un cuerpo y, después de esa vida
mortal, regresa de nuevo a la dimensión del espíritu, para reencarnarse de
nuevo o ascender hasta un nivel superior de plenitud, según haya sido su vida
terrena.
El
judaísmo acogió varias tendencias. En su pensamiento originario no existía la
dualidad cuerpo-alma. Se basaba en el concepto de vida como animación de la
materia: lo vivo está animado, y la vida la otorga Dios. Por tanto, todo lo
viviente comparte esa cualidad de la naturaleza divina. En tiempos de Jesús,
había grupos que no creían en la inmortalidad del alma, como los saduceos. En
cambio, los fariseos sí creían en el alma inmortal y en una resurrección
futura. Jesús compartía esta creencia.
En qué creemos los cristianos
El
cristianismo cree en el alma inmortal, pero no de la misma manera que el
platonismo o el hinduismo: el alma no es eterna, pues antes de ser concebidos
nosotros, no existía en ningún otro lugar; por tanto, al menos tiene un
principio. La idea de “los bolsillos del Padre eterno”, llenos de almitas
listas para ser arrojadas a la tierra y plantadas en un cuerpo es sugestiva,
pero no se corresponde con la fe cristiana. Nuestra alma, y en esto nos
acercamos a posiciones más existencialistas, nace y se desarrolla de forma
inseparable con nuestro cuerpo físico.
Pero
el cristianismo da un salto más allá. Esta alma no solo sobrevive a la muerte,
lo cual ya es un motivo de esperanza. En el Credo decimos: «Creo en la
resurrección de la carne y en la vida eterna». La resurrección de la carne… Pensémoslo despacio. Estamos tan
acostumbrados a recitar esa frase que no caemos en la cuenta de la enormidad
que proclamamos. ¿Es posible que vivamos para siempre, no solo en alma, sino
también, algún día, en cuerpo? ¿Volveremos a recuperar la vida encarnada que
disfrutamos? ¿Seguiremos siendo nosotros,
con nuestro cuerpo, nuestros rasgos, nuestra personalidad… y no una reencarnación
distinta? ¿Conservaremos, además del espíritu, nuestra humana corporeidad,
nuestra identidad?
Si
nos cuesta creerlo, al menos es lo que todos desearíamos. ¿No es la inmortalidad
un sueño de todo hombre, desde los albores de la humanidad? Una inmortalidad no
etérea ni fantasmal, sino tan fresca, vital y física como la que vivimos,
aunque, quizás sí, librada del dolor, de la enfermedad, de la amenaza de la
muerte…
El
credo cristiano se atreve a decir, contra toda lógica, contra toda mesura:
nosotros creemos en esto. Creemos en el alma inmortal. Y creemos, también, en
la resurrección del cuerpo.
Para
muchas mentes críticas esto puede ser una maniobra hábil para “convertir” a las
gentes crédulas y captar adeptos. Prometiendo una vida eterna y una resurrección
futura, dicen, esta religión ya tiene su poder asegurado. Es una lectura
apresurada y fácil de nuestra fe. Una lectura superficial que solo busca motivaciones
mercantilistas y de poder y no se adentra en el porqué de esta creencia.
Lo que nuestros ojos contemplaron…
¿Por
qué los cristianos creemos en la resurrección de la carne? No porque a los apóstoles
se les ocurriera esta idea genial ―loca, audaz e inverosímil― ni porque una supuesta
élite ávida de poder conspirara para manipular las conciencias de la gente
humilde. Creo que nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a formular esta
afirmación, que desafía tanto una visión racional del mundo como las
tradiciones religiosas más antiguas. Si un grupo de galileos entusiastas comenzó
a salir por las calles y plazas anunciando una doctrina novedosa y singular fue
porque partían de una experiencia: una vivencia real, palpable, que dejó una
huella profunda en sus vidas.
El
cristianismo no parte de una teoría bien diseñada, sino de un encuentro y de un testimonio de ese
encuentro. Fue Jesús resucitado, en persona, apareciéndose a los suyos,
hablando con ellos, caminando con ellos, comiendo con ellos, quien les mostró
que la muerte no tenía la última palabra.
Fue esa vivencia real, como dice san Juan: «lo que hemos oído, lo que hemos visto
con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han palpado…»
la que los llevó a anunciar esta buena nueva: Jesús está vivo. Dios está con
nosotros. La vida tiene un sentido. Y el fin no es la muerte, sino otra vida,
mucho más plena, e inmortal. La misma vida que Jesús les mostró, no con grandes
explicaciones, sino sentándose a la mesa y compartiendo pan y unos
peces con sus amigos.
Y
nosotros, los cristianos de hoy, creemos ese testimonio. Lo leemos en los
evangelios y en las cartas de los apóstoles, lo revivimos y confiamos en la
veracidad de unas palabras que no pueden ser invención humana, sino fruto de
una intervención de Dios. Porque solo a Dios se le podía ocurrir rebasar
nuestras expectativas y darnos más aún de lo que nos atrevemos a desear. Nuestra
vida presente, si sabemos leerla en profundidad, nos da pruebas, una y otra
vez, de ese amor inmenso que, como dice San Pablo, «ha sido derramado en
nuestros corazones». El solo hecho de estar vivos debería ser prueba suficiente
de ese amor que trasciende la acción humana. Como dicen los teólogos, el amor
de Dios nos sostiene en la existencia.
Un parto luminoso
Y
Dios nos ama tanto que, como oí decir una vez a un sacerdote, «solo por no
dejar de amarnos nos ha dado una vida que es eterna». Quien ama sabe muy bien
lo que significa esto. El amor auténtico es personal, te mira a los ojos y te
llama por tu nombre, y no puede separarse del «para siempre». Ansiamos
eternizar esa amistad, esa relación, ese vínculo con el ser amado que nos llena
y nos construye, que da luz y sentido a nuestra vida, que lo es todo para
nosotros. Es el amor de Dios el que hace posible la inmortalidad; es su amor el
que hizo resucitar a Jesús y el que, un día, nos hará resucitar a todos.
Así,
la muerte se convierte no en un fin, sino en un paso, un tránsito, como se decía antes, en la puerta hacia otra vida, otra
dimensión de la que apenas sabemos nada, pero que no debe asustarnos, porque en
ella reina la Vida con mayúscula. Y ahí, como Jesús dijo a sus discípulos, él,
y otros seres queridos, nos estarán haciendo un lugar. Podemos llorar,
¡necesitamos llorar! Pues la separación física, la ausencia, provocan duelo y
añoranza, y esto es humanísimo y es muestra de amor. Todos hemos de vivir
nuestros duelos, tierna y profundamente, el tiempo necesario para asimilar esa distancia.
Pero los cristianos, no lo olvidemos, sabemos que no será una separación
definitiva. Están ahí, esperándonos, quizás más cerca de nosotros de lo que
imaginamos.
La
muerte es el parto hacia esa nueva vida. Como todo parto, es doloroso y da
temor. El Padre Raniero Cantalamessa explicaba, en una charla de Adviento sobre
el secularismo, un cuento muy bonito para ilustrar qué supone la muerte en
relación a la vida terrena. Lo transcribo:
«Dos gemelos, inteligentes y precoces, en el
vientre de la madre comienzan a hablar entre sí. La niña pregunta al niño:
¿Cómo crees que será una vida después del nacimiento? El niño responde: No seas
ridícula, ¿qué te hace pensar que hay algo fuera de este espacio, donde estamos
tan a gusto? Ella contesta: ¿Quién sabe? Quizás existe algo así como una madre,
alguien que cuidará de nosotros. Él: ¿De dónde sacas que hay una madre? ¿Dónde
la ves? Todo lo que ves, es lo que hay. La niña otra vez: Pero no sientes, de
tanto en tanto, una presión sobre el pecho que aumenta día a día y nos empuja
hacia adelante? El niño contesta: Eso es verdad, yo también la siento siempre.
¿Ves?, concluye triunfante la hermanita, este dolor no puede ser para nada. Yo
pienso que nos está preparando para algo más que este pequeño espacio donde nos
encontramos.»
Así
es: nuestra vida terrena es la matriz previa al cielo. Una vida preciosa, no
exenta de dolor y de inquietudes. Una vida que estamos llamados a vivir en
plenitud, pues, siguiendo la analogía, si queremos un buen parto hay que llevar
un buen embarazo. La muerte es ese parto desde la matriz del mundo hacia otra vida
inimaginable. Podemos atisbar, intuir, percibir indicios… ¡Hay tantas cosas que
nos hablan de cómo es ese cielo, de cómo es esa madre amorosa que nos está engendrando, alimentando y sacando a la
luz! Pero solo tenemos un conocimiento muy parcial y limitado. Eso sí, como sucede
en el parto humano, podemos intuir que la vida hacia la que naceremos después
de la muerte será de una amplitud y una belleza indescriptibles; que será
entonces cuando vivamos de verdad; y
que la resurrección del cuerpo no será más que la culminación de un largo
proceso de creación y recreación, bajo la mano amorosa de Dios.
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