Es inevitable establecer paralelismos entre ambas muertes. Ambos, Jesús y Sócrates, fueron personajes destacados y referentes morales para la sociedad de su tiempo. Ambos reunieron a su alrededor a un grupo de discípulos fieles. Ambos fueron admirados y odiados, polémicos, valientes y blanco de duros ataques. Ambos, sin tener aspiraciones de poder político, fueron juzgados y condenados a muerte por las autoridades de sus cuidades. Y ambos afrontaron sus condenas con valor y gallardía. A lo largo de la historia, los dos han sido propuestos como modelo de hombre libre que muere por sus ideales.
Pero, ¡qué diferentes fueron sus muertes! No puedo menos que compararlas, siguiendo los relatos que nos quedan de ellas, y hacer algunas reflexiones.
La muerte de Jesús y la de Sócrates, aunque guardan semejanzas, fueron, de hecho, radicalmente distintas.
Contrastes y semejanzas
Sócrates muere en un entorno apacible, rodeado de sus discípulos más queridos, tras largas y fructíferas disquisiciones filosóficas. Casi se diría que es una muerte amable, pese a lo cruel de la condena. En todo el diálogo se respira un ambiente de serena camaradería.
En cambio, Jesús muere en medio de gritos, insultos, soldados indiferentes y judíos hostiles. El ambiente que rodea su muerte es de extrema violencia. Y, lo más cruel es que muere prácticamente solo. Sus discípulos le han abandonado, ¿dónde está la amistad de la que tanto se enorgullecían? Presa del miedo, han huido. Tan solo le han seguido hasta el pie de la cruz su madre, algunas mujeres y aquel joven discípulo amado, casi a escondidas y tal vez avergonzado por no tener más coraje que ellas.
La muerte de Sócrates está precedida de una larga conversación donde se ahonda en cuestiones trascendentales: se debate la inmortalidad del alma. Los interlocutores hablan con educación, con deferencia hacia su maestro. Se comportan con exquisita cortesía: todos se escuchan y se responden. Sócrates está tranquilo y más lúcido que nunca.
En el proceso previo a la muerte de Jesús, en cambio, no encontramos diálogos edificantes, no hay una búsqueda de la verdad, ni una escucha amable, sino insultos groseros. En el juicio ante el Sanedrín, todo son mentiras, medias verdades, acusaciones amañadas. Ante Herodes, hombre insensible y cínico, Jesús calla. Ante Pilato se inicia un interrogatorio, pero el diálogo es imposible porque hay una incomprensión total por parte del romano. Al final, Pilato pronuncia aquella frase lapidaria que queda sin respuesta: “Y, ¿qué es la verdad?”
Sócrates es condenado a morir bebiendo cicuta. Una muerte en cierto modo suave, rápida y casi indolora, reservada a personajes importantes. Es él mismo quien tomará la copa con el veneno. Sócrates se hace dueño del momento de su muerte. La controla, la domina y la orquesta tal como él quiere. Toma la copa voluntariamente.
La muerte en cruz era el castigo reservado a los peores malhechores, a los esclavos, a los enemigos derrotados en combate. Era una muerte indigna y dolorosa, precedida por una larga agonía. Jesús reza en el monte de los olivos: “Padre, aparta de mi este cáliz”. No desea esa copa. Teme la muerte que le espera y no esconde su angustia ante el sufrimiento. Además, en su caso fue precedida de torturas, como los cuarenta latigazos, los golpes y la corona de espinas. Jesús quedó totalmente a merced de sus verdugos. Aún y así, fue dueño de su libertad hasta el mismo momento de morir.
Sócrates ironiza sobre el consejo de atenienses que lo ha condenado. Los trata con cierto desdén, consciente de su superioridad intelectual sobre ellos.
Jesús no tiene una sola palabra contra quienes lo condenan. Al contrario, una de sus últimas frases es de perdón: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.
Sócrates se muestra tranquilo, incluso jovial, bromea sobre la muerte y la vida. Tiene una fe total en que su alma es inmortal y que, tras morir, irá a un cielo donde vivirá feliz, libre de su atadura corporal, en compañía de seres divinos y de sabios. Esta fe, al igual que su actitud serena y confiada, despierta la admiración y el respeto en sus seguidores.
En el caso de la muerte de Jesús, si nos ceñimos al relato de los evangelios, no debemos suavizar la escena ni ponerle paliativos. Jesús, el mismo que ha dicho que es la vida, el que ha resucitado a varios muertos, ahora se enfrenta a la muerte más cruda. Y lo vemos con aspecto casi inhumano, herido, sangrante, aguantando con las pocas fuerzas que le quedan. No oculta su congoja y su dolor. De sus labios brotan palabras desgarradas: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Su muerte está muy lejos de ser idílica o heroica. No hay belleza en ella. La imagen del Cristo doliente y crucificado repugna a muchos, creyentes y no creyentes.
La muerte de Sócrates es coherente con su vida. Ha dedicado mucho tiempo a la búsqueda de la verdad, a cultivar las virtudes del alma, y muere injustamente condenado por un gobierno que no comparte sus ideas y lo considera peligroso. Pero muere en paz, rodeado de los suyos y filosofando, igual que vivió.
La muerte de Jesús también es coherente con su vida, pero solo llegamos a esta conclusión si profundizamos en el significado de cuanto hizo. Aparentemente es un final abrupto e incomprensible para una existencia volcada en hacer el bien a los demás, en dar salud, esperanza, plenitud. Es un fin absurdo a una vida que tenía mucho sentido. Tanto, que algunos se burlan de él y lo retan: “Si tanto te ama Dios, ¿por qué ahora no te salva? Tú que curabas a otros, ¿por qué ahora no desciendes de la cruz?”
Hay otro aspecto interesante a ver en ambas muertes: las personas que rodean a los que van a morir. Quisiera fijarme en un detalle que los relatos tocan casi de puntillas: ¿qué ocurre con las mujeres?
Jantipa, la esposa de Sócrates, va a verlo a la cárcel antes de morir. Acude con su hijo pequeño y pasa un rato con él. Pero llora, grita y da rienda suelta a sus emociones. Sócrates la despide con fastidio, pide a un guardia que se la lleve y se queda con sus amigos. Se convierte en protagonista de la escena: todo gira alrededor de él.
Las mujeres que siguen a Jesús también lloran. Son las únicas que le acompañan. No se van, pese a la presencia de los soldados. Y él tiene un gesto hacia ellas. Las ve, las escucha, las atiende. No desprecia su llanto. Les dice: “No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos...”. En medio de su pasión, piensa en ellas antes que en sí mismo.
Al pie de la cruz, aún se da un gesto más impactante. Jesús ve a su madre y al discípulo amado. A él, le pide que la acoja, que la cuide como a una madre; a ella, le pide que ame al joven como una madre. La escena estremece. En medio del dolor más agónico, Jesús aún tiene fuerzas para preocuparse por aquellos que le rodean. No se pierde en el sufrimiento, no se centra en sí mismo: la poca energía que le queda, la emplea en los demás.
Aún podríamos ir más allá comparando las dos muertes, y es en su contenido filosófico. En la de Sócrates, todo se mueve en una esfera intelectual y metafísica. El diálogo toca temas elevados. Hay constantes alusiones al más allá, al alma, a la inmortalidad, a los dioses.
La muerte de Jesús no tiene nada de místico, si por místico entendemos la elevación del pensamiento. Los evangelistas son muy sobrios en sus relatos. No se recrean en el morbo ni en los detalles sangrientos. Pero la pasión de Cristo, desde una perspectiva puramente humana, está dominada por lo físico: por el cuerpo roto y herido, por el dolor.
En el momento final, la muerte de Sócrates está llena de emoción contenida. Los discípulos lloran a su maestro, que asume su muerte con serena elegancia, con gran presencia de ánimo. Se despiden de él. Muere suavemente. La suya es una muerte bella.
La muerte de Jesús es atroz. Muere con un grito. Todo a su alrededor respira sangre, odio y brutalidad. Es una muerte impresionante, pero no hermosa. Aún y así, muere de tal manera que el centurión romano que está al pie de la cruz queda perturbado y de sus labios brota una exclamación: “Verdaderamente, ¡este era Hijo de Dios!”
Una muerte bella y serena. Una muerte espantosa. Así son las dos muertes que la literatura ha recogido y que el arte ha convertido en motivo de numerosas obras. Ambas golpean nuestra sensibilidad y nos invitan a pensar. Ambas nos rebelan y suscitan sentimientos diferentes en nosotros. Quizás la primera muerte, la de Sócrates, nos resulte mucho más atrayente y llena de sentido. La de Jesús, desde un punto de vista meramente humano y racional, asusta y repele.
Dos puertas abiertas a la esperanza
La filosofía platónica nos habla de la inmortalidad del alma, de un más allá feliz a donde llegan quienes han llevado una vida virtuosa. Es una filosofía que prima el espíritu y que aporta esperanza y entereza ante la certeza más cruda de nuestra existencia, la muerte.
La fe en el más allá del cristianismo no se deriva de una disquisición filosófica, sino de una experiencia. La historia de los evangelios es la epopeya de un Dios que quiso afrontar el mayor desafío: se hizo hombre. Y no le fue ahorrada ninguna de las pruebas más duras que afligen al ser humano: ni el dolor, ni la persecución, ni el hambre, ni una muerte cruel. Jesús conoció el odio, el rechazo, el miedo, las tentaciones. Conoció la angustia más lacerante y la soledad. Sufrió la muerte como cualquier hombre, y una muerte de cruz, puntualiza San Pablo en una de sus cartas. Con ello, quiere resaltar que a Dios no le es ajeno ninguno de los sufrimientos humanos. Se ha sometido a todos.
¿Qué hace Dios ante el mal del mundo? ¿Cómo reacciona ante la injusticia? ¿Cuál es la respuesta de Dios ante la muerte? Parémonos unos instantes ante un Cristo cruficicado: ahí comienza la respuesta. Dios pasó por todo. Dios sufre y muere. Pero la respuesta no acaba en la cruz...
Una huella que perdura
Tanto Sócrates como Jesús dejaron huellas muy profundas que han marcado nuestra historia occidental. El primero, dejó el germen de una escuela filosófica que Platón y sus discípulos continuaron durante siglos, y cuyos frutos aún perviven.
Pero, ¿qué ocurrió con Jesús?
La muerte de Jesús fue seguida de un acontecimiento que aún hoy levanta pasiones. Para los no creyentes, algo sucedió, no se sabe a ciencia cierta, que cambió radicalmente a los apóstoles. Les cambió el carácter, la actitud y, sobre todo, sus vidas. De ser unos simples galileos, casi todos ellos analfabetos, cobardes, pendencieros, vacilantes y ambiguos, se convirtieron en arrojados predicadores de su maestro y su mensaje. Y comenzaron a crear unas comunidades cuyo estilo de vida asombroso acabó siendo ejemplar y motivador para muchos, que se adhirieron a la nueva religión.
Para los cristianos, lo que ocurrió es la resurrección. Jesús, el que murió de forma tan inicua, tan absurda, se levanta de la muerte e inicia una nueva vida, plena e inmortal, en cuerpo y alma. Y no solo eso, sino que promete esa misma vida, carnal y espiritual, a todos los que creamos y amemos. Creo en la resurrección de la carne, dice el Credo. Esto es aún más tremendo que creer en la inmortalidad del alma.
Es la consecuencia lógica de un gran amor, llevado al límite. En Jesús, tanto amor y su unión perfecta con Dios Padre, que es Dios de vivos, y no de muertos , solo podía conducir a la vida. A una vida ya no mortal e imperfecta, sino a una vida eterna e imperecedera.
Y vemos que, a diferencia de Sócrates y sus discípulos, a diferencia del platonismo, que ensalza el mundo espiritual y desprecia el mundo material, la visión cristiana de la vida valora el cuerpo y la tierra. ¿Por qué, si no, Dios se encarna? ¿Por qué, si no es así, resucita también corporalmente? Los evangelios cuidan mucho de resaltar este aspecto: Jesús resucitado no era un espíritu. Comía y bebía, era palpable. Y conservaba las huellas físicas de su cuerpo mortal: las llagas de los clavos y la herida en el costado. Pero, eso sí, su cuerpo resucitado tenía otras cualidades, como la de trasladarse de un lugar a otro al instante, entrar estando las puertas cerradas y, por supuesto, no morir ya jamás.
Quizás algún día la física cuántica podrá explicarnos estos fenómenos. Quizás entonces muchos dirán que no es necesario creer en Dios para convencernos de que la vida humana, el cuerpo y el alma, la consciencia, son una misma realidad con propiedades increíbles y maravillosas, que aún no hemos explorado. Quién sabe. Sí sabemos que todos nosotros nacemos y morimos. Sabemos que el amor nos empuja mucho más allá de nuestras posibilidades, más allá de lo lógico y lo biológico, hasta el heroísmo, hasta el milagro. Y sabemos que Jesús resucitó y prometió que nos guardaría un lugar junto a su Padre, con él. Ni por la razón ni por la experiencia podemos saber más. Pero, por la fe en los testimonios que vieron y creyeron, que lo vivieron, lo escucharon, lo tocaron, por esa confianza en ellos, podemos creer. Elegimos creer. Y creer es el primer paso para vivir ya esta plenitud que nos aguarda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario