El pan y la justicia
El evangelio de la multiplicación de los panes nos habla de la generosidad de Dios.
Una generosidad que no se limita a los dones abstractos, sino a cosas muy
concretas. Ya no solo hablo de la vida, la existencia, el alma, sino de algo
tan necesario y cotidiano como el pan.
Dice Martín Descalzo que
Dios, con este milagro, nos demuestra que se preocupa por nosotros y por
nuestras necesidades físicas y materiales. Lo espiritual no está reñido con lo
corporal. La oración no anda lejos de los pucheros. Dios no es ajeno a los
afanes y preocupaciones de nuestra pequeña vida diaria.
Esta preocupación de Dios
la vemos reflejada en la oración que el mismo Jesús dirige al Padre: «danos el
pan de cada día». Y también en multitud de pasajes bíblicos. En el mismo relato
del Génesis encontramos ya esta previsión de Dios, que crea las hierbas del
campo y los árboles frutales para que sus criaturas, y entre ellas el hombre,
tengan su alimento. En la misma raíz de nuestra fe, judía y cristiana, aparece
este cuidado de Dios, un cuidado maternal. ¿Qué madre no se preocupa por lo que
comerán sus hijos?
Sí, Dios nos da todo lo que necesitamos, en
abundancia y con derroche. Siempre «sobran doce canastos» de sus dones. Ahora
bien, mirando a nuestro alrededor, en plena crisis económica, viendo a tantas
familias haciendo cola ante los comedores humanitarios, o a los voluntarios de
Cáritas repartiendo bolsas, las dudas pueden asaltarnos. Leyendo la prensa, o
navegando por Internet, vemos que el hambre azota países enteros del África y
de Asia. ¿Dónde está la munificencia de Dios?
Recuerdo que, en una
charla a la que asistí, sobre el hambre en el mundo, la presidenta de una ONG
que trabaja por África decía que hoy el mundo produce alimento suficiente para doce mil millones de habitantes (somos siete mil). Y leyendo otros
artículos de prensa, constato que una tercera parte de los alimentos que se
producen en los países más o menos desarrollados se desecha y se tira. ¿Qué
estamos haciendo? ¿De quién es el error? ¿De Dios o de los hombres?
El milagro de la
multiplicación de los panes nos da la clave. Dios provee. La naturaleza es
pródiga y agradecida. Y el hombre tiene la inteligencia y la generosidad
suficientes como para producir y distribuir cuanto necesita para su sustento.
Pero, de la misma manera que es necesaria una pizca de generosidad para que se
obre el milagro ―un joven que da cinco panes para alimentar… ¡a cinco mil!―
también hoy es necesaria nuestra solidaridad para que haya una distribución
justa de los bienes y las riquezas.
Sí, la abundancia está en
nuestras manos. Unas manos demasiado a menudo cerradas, avarientas y
codiciosas. Pero tenemos la opción de abrirlas y de dar, en vez de siempre
tomar. Tenemos esa libertad. No echemos sobre Dios nuestras propias culpas. Y
tampoco carguemos sobre los demás nuestra impotencia. ¿Qué podemos hacer,
nosotros, pequeños, ante los poderosos señores que se reparten el mundo? Algo
podemos hacer, seguro. Algo. Recordemos el episodio evangélico. ¿Qué pensaba el
muchacho que ofreció los cinco panes ante una multitud hambrienta? No hizo
números, como el apóstol Felipe. Miró lo que tenía. Y lo dio.
¿Un Dios mezquino?
Pero Dios no solo nos da
el pan. Danos el pan de cada día… y danos, Señor, el sentido de cada día, la
sonrisa de cada día, el beso de cada día, el trabajo y el descanso, el amor.
Tras la multiplicación del pan, Jesús habla de ese otro pan, tan necesario como
el de trigo. Y quizás más aún. Dios también nos da ese pan.
Pensando en la
generosidad de Dios, me doy cuenta de que los principales detractores de
nuestra religión son aquellos que creen que Dios, justamente, no da, sino que
quita aquellas cosas que consideramos más valiosas y necesarias.
Los maestros de la
sospecha y todo el pensamiento que se deriva de ellos ―Marx, Freud, Nietzsche―
son muy claros. Dios arrebata la libertad, valiéndose de doctrinas para
controlar y dominar las conciencias. Dios destruye el gozo y la alegría, el
placer, la belleza, imponiendo una ascética rigurosa e inhumana. Dios borra la
lucidez mental, estrechando la razón y la inteligencia y engendrando mentes
neuróticas y torturadas. Un filósofo lo resume con simpleza en el título de uno
de sus libros: Dios es malo.
¡Qué espantoso sería un
Dios así! Se entienden estas críticas y acusaciones. Y se entienden, con pena,
si consideramos que muchas corrientes dentro de la Iglesia ―la que debería ser
Madre― han alentado ideologías, formas de culto y de moral que tendían
justamente a esto: a controlar, a dominar, a crear masas de fieles sumisos. Es
cierto, y lo he escuchado a muchas personas. La Iglesia ―siempre matizo, no
toda: ciertas personas, ciertas tendencias, a veces dominantes― ha hecho mucho
daño a generaciones enteras. Pero es que ese cristianismo castigador,
fundamentalista, frío y enfermizo no es cristianismo de verdad. Me atrevería a
decir: es herético. Jamás encontrará un fundamento en el evangelio ni en la
persona de Jesús. Si profundizamos en él, descubriremos que esas cosas que Dios
parece quitar o aborrecer son, justamente, las que nos regala a manos llenas.
De ahí que el Papa
Benedicto, en su primer discurso, terminara con fuerza pronunciando estas
frases, tan rotundas, tan ciertas: «quien deja entrar a
Cristo no pierde nada, nada ―absolutamente nada― de lo que hace la vida
libre, bella y grande. […]¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo
da todo». (1)
La generosidad de Dios
Mi experiencia ha sido esta.
Todas las cosas que anhelamos y que los detractores acusan a Dios de
arrebatarnos las he encontrado, a manos llenas, en el corazón del cristianismo.
Dios es el Señor de la
libertad, el Señor de la belleza, Señor de la naturaleza y de la historia. Y,
siendo todo esto, lo da todo a su
criatura amada. El Génesis es un gran relato sobre la libertad. Dios nos hace semejantes a él y, por tanto, libres. Con
ello, también nos hace tremendamente
responsables. Esa responsabilidad nos da poder sobre el mundo y la historia. Pero
también nos da la opción de equivocarnos y de hacer el mal. El precio a pagar
por Dios es altísimo, lo sabe, pero lo paga sin vacilar. ¡Nos quiere libres! ¿Qué
Dios todopoderoso otorga la libertad a su criatura, sin límites, hasta dejar
que se vuelva contra su mismo creador, sin defenderse? En cambio, nosotros a
veces parece que queremos el don de la libertad sin la responsabilidad.
Actuamos inconscientemente, creyéndonos efectivamente como dioses ―no como Dios, porque él no es así― y luego queremos
sacudirnos de encima las consecuencias de nuestros actos. Como no queremos
pagarlas, le echamos la culpa… a Dios.
Dios también nos otorga
el gozo, la belleza y la capacidad de disfrutar física, emocional y
mentalmente. ¿Cómo puede ser triste y enemigo de la alegría un Dios cuyo reino
es comparado, una y otra vez, a un banquete de bodas? ¿Cómo tildar de enemigo
del cuerpo al que nos modela con amor,
del mismo barro que el universo y las estrellas; al que bendice la unión del
hombre y la mujer y los llama a amarse y ser fecundos; al que se hace hombre
―“carne”, dice el evangelio de Juan― igual que nosotros; al que se convierte en
pan para que lo comamos? ¿Puede ser enemiga de la corporeidad una religión que
proclama creer en la resurrección de la carne, mostrando así que el cuerpo
también es sagrado? Nuestro ser humano posee infinitas capacidades para gozar
de la existencia y de sus dones. La verdadera moral cristiana no es la que mata
el placer, sino la que avisa: todo con amor. Todo con gratitud. Usar los dones
de Dios sin amor, sin respeto, por egoísmo o por intereses, es maltratarlos, prostituirlos
y dañarnos a nosotros mismos.
Dios tampoco nos quiere
estúpidos ni de mente cerrada. Nos otorga lucidez, sabiduría, comprensión
profunda de las cosas. Una mirada al mundo y a nuestro alrededor desde la
oración serena, intentando verlo “con ojos de Dios”, nos permite leer con mayor
claridad y compasión la realidad humana y su historia. Sin descartar la razón,
pero yendo mucho más allá de la pura lógica racional y de nuestros prejuicios
egocéntricos.
Y, finalmente, Dios no
solo nos lo da todo. Nos da lo más valioso que puede darnos. Se nos da a sí
mismo. Jesús es la generosidad de Dios. Se hace pequeño, viene a compartir
nuestra vida mortal, se deja amar y se deja odiar. Se somete a todas las
limitaciones humanas, incluida la muerte, para liberarnos de todas ellas. Y nos
abre las puertas del cielo, esa otra dimensión donde todo lo bueno, bello y
verdadero que ya hemos comenzado a conocer, aquí en la Tierra, alcanzará su
plenitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario