Hace poco comencé a leer un libro de Benedicto XVI que recoge sus charlas catequéticas sobre los Padres de la Iglesia.
¡Qué tesoro estoy descubriendo! Como muchos cristianos, imagino, he oído hablar de estos famosos “Padres” y sé el nombre de unos cuantos, los más famosos: San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Ignacio de Antioquía, San Jerónimo... También sabía que su ahondamiento en la teología cristiana fue fundamental, en tiempos en que el Cristianismo se estaba expandiendo por todo el mundo antiguo, y que sus escritos han asentado bases importantes en la tradición de nuestra fe.
Pero poco más sabía, salvo haber leído algún que otro fragmento de las Confesiones de San Agustín. Ahora, leyendo este libro, ameno, accesible a cualquier ignorante como yo, estoy asomándome a este caudal de sabiduría y belleza que atesora la Iglesia. Casi me averguenza no haberme preocupado por descubrirlo antes. ¡Cuánto deberíamos conocerlo los que nos llamamos cristianos!
De estas lecturas, quiero publicar aquí un fragmento que se me grabó mientras lo leía. Es de San Gregorio Nacianceno, un hombre pacífico de profunda espiritualidad, amante del silencio y la vida monástica, pero que se vio envuelto en intrigas episcopales y tuvo que afrontar toda clase de conflictos a causa de la herejía arriana. En sus tratados teológicos defiende la plena humanidad de Cristo, describe con claridad y belleza el misterio de la Trinidad y afirma la pureza de María como madre de Dios y modelo para todos.
Hombre contemplativo, también insistió en la importancia de la oración, tan importante para el creyente, decía, como el mismo respirar. En su libro de poemas Carmina, escribe estas palabras, dirigiéndose a su alma:
«Alma mía, tienes una tarea, una gran tarea, si tú quieres. Escruta seriamente tu interior, tu ser, tu destino, de dónde vienes y a dónde vas; trata de saber si es vida la que vives o si hay algo más. Alma mía, tienes una area; por tanto, purifica tu vida. Por favor, ten en cuenta a Dios y a sus misterios, investiga qué había antes de este universo, y qué es el universo para ti, de dónde procede y cuál será su destino. Ésa es tu tarea, alma mía. Por tanto, purifica tu vida».
Creo que estas frases son tremendamente actuales. Nos sitúan ante los interrogantes universales del ser humano, la búsqueda de sentido a nuestra vida y nuestro destino. Nos invitan a profundizar en el saber y en nuestra naturaleza más genuina. Y nos llaman a contemplar nuestra existencia desde Dios. Son una magnífica oración para comenzar el día.
Y para terminarlo, al anochecer, he descubierto, gracias a otra lectura, la de Vida y misterio de Jesús de Nazaret, de J. L. Martín Descalzo, una bella oración de santa Gertrudis la Magna, religiosa germana que es conocida como “la santa del gozo de Dios en la tierra”. Favorecida por visiones y experiencias místicas intensamente felices, esta santa escribió una pregaria delicadísima a Jesús, que puede ser una oración perfecta para finalizar con paz y dulzura la jornada:
¡Oh, Jesús, amor mío, amor del atardecer de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida.
¡Oh, Jesús del atardecer!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman.
¡Qué tesoro estoy descubriendo! Como muchos cristianos, imagino, he oído hablar de estos famosos “Padres” y sé el nombre de unos cuantos, los más famosos: San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Ignacio de Antioquía, San Jerónimo... También sabía que su ahondamiento en la teología cristiana fue fundamental, en tiempos en que el Cristianismo se estaba expandiendo por todo el mundo antiguo, y que sus escritos han asentado bases importantes en la tradición de nuestra fe.
Pero poco más sabía, salvo haber leído algún que otro fragmento de las Confesiones de San Agustín. Ahora, leyendo este libro, ameno, accesible a cualquier ignorante como yo, estoy asomándome a este caudal de sabiduría y belleza que atesora la Iglesia. Casi me averguenza no haberme preocupado por descubrirlo antes. ¡Cuánto deberíamos conocerlo los que nos llamamos cristianos!
De estas lecturas, quiero publicar aquí un fragmento que se me grabó mientras lo leía. Es de San Gregorio Nacianceno, un hombre pacífico de profunda espiritualidad, amante del silencio y la vida monástica, pero que se vio envuelto en intrigas episcopales y tuvo que afrontar toda clase de conflictos a causa de la herejía arriana. En sus tratados teológicos defiende la plena humanidad de Cristo, describe con claridad y belleza el misterio de la Trinidad y afirma la pureza de María como madre de Dios y modelo para todos.
Hombre contemplativo, también insistió en la importancia de la oración, tan importante para el creyente, decía, como el mismo respirar. En su libro de poemas Carmina, escribe estas palabras, dirigiéndose a su alma:
«Alma mía, tienes una tarea, una gran tarea, si tú quieres. Escruta seriamente tu interior, tu ser, tu destino, de dónde vienes y a dónde vas; trata de saber si es vida la que vives o si hay algo más. Alma mía, tienes una area; por tanto, purifica tu vida. Por favor, ten en cuenta a Dios y a sus misterios, investiga qué había antes de este universo, y qué es el universo para ti, de dónde procede y cuál será su destino. Ésa es tu tarea, alma mía. Por tanto, purifica tu vida».
Creo que estas frases son tremendamente actuales. Nos sitúan ante los interrogantes universales del ser humano, la búsqueda de sentido a nuestra vida y nuestro destino. Nos invitan a profundizar en el saber y en nuestra naturaleza más genuina. Y nos llaman a contemplar nuestra existencia desde Dios. Son una magnífica oración para comenzar el día.
Y para terminarlo, al anochecer, he descubierto, gracias a otra lectura, la de Vida y misterio de Jesús de Nazaret, de J. L. Martín Descalzo, una bella oración de santa Gertrudis la Magna, religiosa germana que es conocida como “la santa del gozo de Dios en la tierra”. Favorecida por visiones y experiencias místicas intensamente felices, esta santa escribió una pregaria delicadísima a Jesús, que puede ser una oración perfecta para finalizar con paz y dulzura la jornada:
¡Oh, Jesús, amor mío, amor del atardecer de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida.
¡Oh, Jesús del atardecer!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman.
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