Dice el Papa en el capítulo 29 de Caritas in Veritate: «El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre sólo fuera fruto del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a trascenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o evolución, pero no de desarrollo».
Estas frases son contundentes y nos hablan de una forma de pensar muy extendida entre las personas no creyentes. Atribuyen la existencia del universo, del mundo y del ser humano a una serie de casualidades, al azar o a la necesidad. Le quitan todo sentido, toda dimensión trascendental. Pero entonces, ¿qué queda? Un mundo absurdo e inexplicable y una ciencia sin horizontes. Si nada tiene sentido, ¿qué puede motivar a las personas a superarse, a mejorar, a crecer?
Continúa diciendo el Papa: «Cuando el Estado promueve, enseña o impone formas de ateísmo, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual para comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar en un compromiso hacia una respuesta humana más generosa al amor divino. Este es el daño que el “superdesarrollo” produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el “subdesarrollo moral”».
He aquí otros dos conceptos clave: puede haber un gran desarrollo científico, tecnológico, económico. De hecho, tras la revolución industrial, ha sido así. En cambio, moralmente, el desarrollo moral es aún deficiente y, a veces, incluso es frenado. Este abismo entre el crecimiento material y el espiritual es la causa profunda de los grandes desequilibrios que fracturan la humanidad. La brecha entre países pobres y ricos, las diferencias sociales, las injusticias, son fruto de ese pobre desarrollo moral, que ha reducido a la persona a un simple ser biológico y material, desprovisto de valor. Por eso, la vuelta a Dios y el reconocimiento de una realidad trascendente es necesaria para rescatar la dignidad humana y poder cimentar un desarrollo humano verdadero.
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