Las últimas palabras de Jesús, antes de morir, según las
recoge el evangelio de san Juan.
«No he perdido a ninguno de los que me diste.» (Juan 18, 9)
No nos pierde. Estamos en manos
de Jesús. Si somos suyos, no nos perderemos. Él nos irá a buscar siempre, como
a la oveja perdida… También cuando lo hemos negado o traicionado, olvidado o
despreciado. También cuando huyamos por miedo y no queramos seguirle. Siempre irá
a buscarnos.
«Yo he hablado públicamente al mundo... no he dicho nada
escondido. ¿Por qué me preguntas?» (Juan 18, 20-21)
Jesús no es un maestro esotérico
ni ocultista. No habla para un grupo de iniciados, no quiere crear una élite
espiritual: su mensaje es abierto y para todos, para que sea proclamado por las
azoteas y las plazas. El evangelio no es elitista, el sol de Dios brilla para
todos.
«Mi reino no es de aquí.» (Juan 18, 36).
Jesús no es un rival para reyes,
políticos y gobernantes. No persigue poder, fama ni riqueza. No aspira a los
bienes por los que tantos hombres y mujeres corremos. Su reino no es de este mundo, pero está arraigado
y envuelve a este mundo. Su reino, en realidad, sostiene este mundo que olvida
al Creador y adora a las criaturas. Su reino es el que renueva todas las cosas.
Se puede pertenecer al reino de Dios viviendo en este mundo.
«Soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo, para ser
testigo de la verdad.» (Juan 18, 37).
La realeza de Dios es servir. El poder
de Dios es amar. La corona de Cristo es la entrega, hasta morir. Esta es la
verdad: que Dios es, que Dios es amor, y que el amor nos sostiene y nos libera.
Cuanto más brille la verdad de Dios, más brillará la verdad del hombre.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Aquí tienes a tu madre.» (Juan 19, 26-27)
Los vínculos de Dios son mucho más
fuertes que los vínculos de sangre. Dios une más que la familia.
«Tengo sed.» (Juan 29, 28).
Jesús es humano. Tiene hambre y
sed. Necesita ayuda. Necesita amor. ¡Un Dios necesitado! Con estas palabras Teresa
de Calcuta redescubrió su vocación: Tengo
sed. ¿Querrás tú darme agua?
«Todo está cumplido.» (Juan 19, 30).
Vivió plenamente y murió
plenamente. Una vida colmada hasta rebosar. Los hombres nacen gritando, ávidos
de aspirar el aire vital… Jesús murió gritando, exhalando hasta su último
aliento. Jesús murió con fuerza. Con tanta pasión y entusiasmo como había
vivido. Vivió su muerte, hasta el final. Apuró el cáliz hasta la última gota.
No dejó nada por hacer… Lo dio todo.
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