En estos días de
Semana Santa, meditando ante la cruz, me han venido a la memoria ciertos
versos, o quizás la parte de una canción, que comparan la cruz con el árbol de
la vida. El árbol que crece en el medio del paraíso, donde Dios culmina su
creación, tiene su contrapunto en este árbol seco y siniestro, aparentemente
muerto, donde Cristo muere y Dios culmina su redención.
¿Cómo podemos llamar a
la cruz árbol de la vida? Viendo lo que no se ve con los ojos. ¿Qué vemos? Un madero
seco, un instrumento de tortura y de ejecución. Y sobre él, clavado, a un
hombre muerto en medio de atroces dolores, sangrante, coronado de espinas. ¿Cómo
puede esa imagen representar para nosotros el triunfo de la vida?
Y, sin embargo, en ese
árbol seco, en esa visión macabra, está la semilla de una vida inimaginable,
mucho más amplia, profunda e intensa que nuestra vida terrenal, esta vida
efímera y frágil que tanto amamos y a la que nos aferramos con todas nuestras
fuerzas. Sí, ese árbol muerto con el cadáver de un condenado contiene la
simiente de la resurrección.
La cruz es árbol de la
vida porque quien está clavado en ella es más que un hombre. Es Dios. El autor
de la vida ¿puede morir? El que es la vida misma clavada sobre la muerte tiene
un poder transformador. Jesús muere como hombre. Muere como todos moriremos.
Pero la vida de Dios que late en él lo resucita. Y nuestra esperanza es que todos,
desde esa chispa divina que poseemos ―el alma― todos vamos a resucitar, un día.
No sabemos cómo ni
cuándo. ¿Sabemos acaso cómo una semilla empieza a brotar y engendra una planta?
La misma naturaleza está llena de misterio. ¿Cómo podremos entender la
inmensidad insondable de Dios? Nuestra misma alma es un abismo que jamás
llegaremos a conocer. Santa Teresa decía que le espantaba pensar en la
maravilla que todos tenemos adentro sin ser conscientes de ella.
Dice santa Rosa de
Lima que la única escala segura para subir al cielo es la cruz. La muerte no es
un final, es un paso. No es el inicio de la nada, sino el nacimiento de una
vida sin fin. ¿Es necesario sufrir para ver el cielo? Lo que sí sabemos es que
todo parto entraña un dolor, seguido de gozo. Es necesario morir para
resucitar. Es necesaria la cruz para alcanzar la gloria.
Todos nos tenderemos
en un árbol seco y muerto, al final de nuestra vida. Todos nos tendemos en
una cruz, cada día cuando hemos de
retarnos a nosotros mismos y luchar por crecer, por amar, por ser más nosotros,
más humanos, más auténticos. Todos cataremos el sabor amargo del dolor y la
muerte. Mil pequeñas muertes cada día. Una muerte definitiva al final de
nuestros días en la tierra. Pero todos podemos ver más allá. Podemos mirar con
los ojos del alma y ver, detrás del leño seco de la cruz, un árbol frondoso que
hunde sus raíces en el infinito: el árbol de la vida.
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