sábado, 15 de abril de 2017

El árbol de la vida



En estos días de Semana Santa, meditando ante la cruz, me han venido a la memoria ciertos versos, o quizás la parte de una canción, que comparan la cruz con el árbol de la vida. El árbol que crece en el medio del paraíso, donde Dios culmina su creación, tiene su contrapunto en este árbol seco y siniestro, aparentemente muerto, donde Cristo muere y Dios culmina su redención.


¿Cómo podemos llamar a la cruz árbol de la vida? Viendo lo que no se ve con los ojos. ¿Qué vemos? Un madero seco, un instrumento de tortura y de ejecución. Y sobre él, clavado, a un hombre muerto en medio de atroces dolores, sangrante, coronado de espinas. ¿Cómo puede esa imagen representar para nosotros el triunfo de la vida?


Y, sin embargo, en ese árbol seco, en esa visión macabra, está la semilla de una vida inimaginable, mucho más amplia, profunda e intensa que nuestra vida terrenal, esta vida efímera y frágil que tanto amamos y a la que nos aferramos con todas nuestras fuerzas. Sí, ese árbol muerto con el cadáver de un condenado contiene la simiente de la resurrección.


La cruz es árbol de la vida porque quien está clavado en ella es más que un hombre. Es Dios. El autor de la vida ¿puede morir? El que es la vida misma clavada sobre la muerte tiene un poder transformador. Jesús muere como hombre. Muere como todos moriremos. Pero la vida de Dios que late en él lo resucita. Y nuestra esperanza es que todos, desde esa chispa divina que poseemos ―el alma― todos vamos a resucitar, un día. 


No sabemos cómo ni cuándo. ¿Sabemos acaso cómo una semilla empieza a brotar y engendra una planta? La misma naturaleza está llena de misterio. ¿Cómo podremos entender la inmensidad insondable de Dios? Nuestra misma alma es un abismo que jamás llegaremos a conocer. Santa Teresa decía que le espantaba pensar en la maravilla que todos tenemos adentro sin ser conscientes de ella.


Dice santa Rosa de Lima que la única escala segura para subir al cielo es la cruz. La muerte no es un final, es un paso. No es el inicio de la nada, sino el nacimiento de una vida sin fin. ¿Es necesario sufrir para ver el cielo? Lo que sí sabemos es que todo parto entraña un dolor, seguido de gozo. Es necesario morir para resucitar. Es necesaria la cruz para alcanzar la gloria. 


Todos nos tenderemos en un árbol seco y muerto, al final de nuestra vida. Todos nos tendemos en una  cruz, cada día cuando hemos de retarnos a nosotros mismos y luchar por crecer, por amar, por ser más nosotros, más humanos, más auténticos. Todos cataremos el sabor amargo del dolor y la muerte. Mil pequeñas muertes cada día. Una muerte definitiva al final de nuestros días en la tierra. Pero todos podemos ver más allá. Podemos mirar con los ojos del alma y ver, detrás del leño seco de la cruz, un árbol frondoso que hunde sus raíces en el infinito: el árbol de la vida.

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