Leo en la prensa que este fin de semana se
celebra el 60 aniversario del Tratado de Roma. Veo la fotografía en
un periódico: en la capilla Sixtina, los jefes de estado de la Unión posan con
el Papa Francisco en medio: casi una treintena de hombres ―y sólo un par de
mujeres― entrajados, de negro, alrededor del hombre vestido de blanco.
Solemnes, erguidos. Detrás se elevan los frescos deslumbrantes de color de
Miguel Angel. Los poderes mundanos frente al Juicio Final.
La fotografía es impactante y me da qué
pensar. Me evoca los versos del salmo 2: Los
reyes toman las armas, conspiran todos los soberanos contra Yahvé y su Mesías:
¡Rompamos sus lazos, saquémonos de encima su yugo! Pero se ríe el que se sienta
en en trono del cielo, el Señor los ve y se burla. Entonces habla, indignado, y
su ira los desconcierta... (Salmo 2, 2-4). Sí, los «grandes» del planeta se
confabulan y quieren matar a Dios. Lo ignoran, lo rechazan. ¡Somos libres!,
dicen. Creen tener el poder en sus manos y hacen planes para repartirse el
mundo. Quizás Dios, desde algún lugar, se ríe o sonríe con tristeza de una madre
que contempla a sus hijos fanfarroneando. ¿A qué estáis jugando, pequeños míos?
Leo que el Papa Francisco hace una llamada a
una Europa solidaria, una unión donde lo primero sea el hombre y su bien, por
encima de leyes, normas y tratados económicos. Una Europa que no reniegue de su
fe cristiana, de su cultura, de sus orígenes. Una Europa de varias velocidades,
sí, pero donde los más rápidos tiendan la mano a los rezagados. Una Europa que
abra fronteras y no construya muros, que exporte libertad y no miedo, que
conserve su sentido y no se rinda ante el absurdo o la ley del mercado. Una
Europa que se fortifique desde adentro, recuperando sus raíces, y no
pertrechándose tras un escudo de armas.
¿Simples palabras bellas? El Papa lo dice con
fuerza, y hace bien. Al menos, debe ser escuchado. Hace pocos días leía una
entrevista al presidente francés, François Hollande. De otra manera, con otros
argumentos, afirmaba la importancia de sostener el proyecto europeo. Un modo de
vida, unos valores, una sociedad del bienestar por la que tantos hemos luchado
y que es referente para el mundo, vale la pena de mantener. Pero ¿de qué
valores hablamos? ¿Qué entendemos por bienestar?
La Revolución Francesa aupó este triple lema: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Valores absolutos sin asomo de religiosidad o referencias a Dios. ¿Basta eso para mantener una unión de países, de gentes, de culturas? ¿Bastan unos ideales? ¿Qué entendemos por ser libres, iguales, fraternos?
¿Se puede sostener la libertad sin
trascendencia? ¿Quién es libre, si está sujeto a las leyes de la naturaleza y a
las leyes implacables de los poderosos que gobiernan? La libertad está
íntimamente unida a la existencia de un alma. ¿Cómo podemos sentirnos libres si
no nos sentimos hijos amados de un Creador que también es libre?
¿Igualdad? ¿Dónde se fundamenta la igualdad,
si la primera evidencia que tenemos es un increíble despliegue de diferencias,
diversidades, desencuentros y divergencias? En lo económico, la desigualdad es
aún más flagrante. ¿En qué se puede sostener la igualdad, sin una referencia a
lo trascendente? La ciencia y la naturaleza solas no sostienen la igualdad,
sino más bien la lucha por la supervivencia, la competencia, la cooperación interesada,
el triunfo del más fuerte, o del más numeroso, o del más capaz. En cambio, desde
la certeza de ser hijos de un mismo Dios se puede exclamar, como hizo san
Pablo: ya no hay más judíos o gentiles,
esclavos o libres, hombres o mujeres, porque todos somos uno en Cristo
(Gálatas 3, 28).
Y fraternidad. ¿Basta un conjunto de leyes y
derechos para asegurarnos la fraternidad? La solidaridad necesita algo más que
ley y tolerancia. ¿Me puede alguien obligar a ser amigo del otro, que me es
extraño? ¿Se puede obligar a amar? La fraternidad no se comprende sin libertad,
y la libertad no existe si no hay alma, y el alma es nada si no hay Dios.
Tiene razón el Papa Francisco cuando afirma
que Europa necesita una referencia a lo eterno. Europa tiene que recuperar su alma
si quiere continuar viva como unión. Como un cuerpo, dice el Papa, necesita
recuperar su camino para no perderse y morir. Por eso, más allá de tratados
económicos y monetarios, de acuerdos militares para la defensa y de leyes para
regular los flujos demográficos, Europa tendrá sentido si recupera sus raíces
históricas, religiosas y humanas. Una persona necesita más que pan, economía y
trabajo para vivir. Necesita una vida con sentido. Y el sentido siempre se
hallará más allá de ella misma, en una vocación de servicio enlazada con la
trascendencia y volcada a los demás. De la misma manera, la Unión Europea
encontrará su sentido en una misión que no se encierra en sí misma, sino que se
abre al resto del mundo. Europa sobrevivirá si no se convierte en un jardín
cerrado y elitista y sabe ofrecer lo mejor de su cultura al resto del mundo. El
miedo no es buen consejero. La mejor defensa no será levantar muros, sino
construir puentes. Y aquí la Iglesia, y los que nos llamamos cristianos,
tenemos una gran labor por hacer.
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