Hoy celebramos la Epifanía del Señor, o el Día de Reyes,
para muchos. Es el día de los regalos, el día en que los niños son los grandes
protagonistas, el día que amanece vestido de ilusión, paquetes sorpresa bajo un
árbol de Navidad, cintas plateadas y papeles de colores. Un día en que todos
intercambiamos obsequios y nos permitimos ser un poco niños… Pero también es un
día que quizás nos ha ocasionado no pocas horas de estrés, comprando,
cocinando, pensando en qué regalar a unos y a otros, quizás estirando una
economía precaria.
Los cristianos explicamos que los magos de Oriente fueron a
llevar tres regalos al niño Jesús. Y de ahí que, hoy, los padres ofrezcan
regalos a sus hijos. Ese es el origen de la tradición, y nos parece una
historia bonita. Pero, en realidad, con todos estos rituales familiares,
cabalgatas y fiestas llenas de sorpresas, el sentido de la fiesta queda bastante
desvirtuado.
La Epifanía en clave cristiana se puede entender como el regalo de
Dios a la humanidad: el Padre nos envía a su Hijo, que nace en el pueblo de
Israel. Pero en esta fiesta de hoy celebramos que este regalo no se limita a un
pueblo, sino que es para todos. Jesús es el gran regalo de Dios a toda la
Tierra. Con su venida, podemos estrenar una vida nueva: una vida con sentido,
una vida de amor, de generosidad, de entrega a los demás. Podemos imitar
humildemente a Dios y convertirnos en regalo para las personas que nos rodean. Quizás
más importante aún que los obsequios es que podamos regalar nuestra presencia,
nuestro cariño, nuestra escucha, un poco de nuestro tiempo para nuestros seres
queridos, y también para los más pobres y los que sufren soledad. ¿Qué mejor
regalo que este, para celebrar la fiesta de hoy? Llevar alegría, llevar un
poquito de Dios ―amor— al mundo, es la mejor manera de vivir la Epifanía.
Pienso en los tres regalos de los magos al Niño… Y pienso
que Dios, hoy, también nos hace al menos tres regalos a nosotros, a todos los
hombres y mujeres del mundo. Nos regala a Jesús, y Jesús nos ofrece lo mejor de
sí mismo.
Como una madre amorosa a su niño, Dios nos lava. Como lo hizo con sus discípulos en el lavatorio de
pies, Jesús nos purifica y nos devuelve un corazón limpio, capaz de alegrarse y
amar.
Dios nos alimenta. Jesús convirtió el agua
en vino, multiplicó panes y peces, y al final él mismo se nos hizo pan bueno y
vino dulce para nutrir nuestra alma, fortalecernos y darnos alegría al corazón.
Dios nos unge.
Jesús se dejó ungir por las manos amorosas de aquellas mujeres que rompían
frascos de perfume. Pero él, con los sacramentos, también nos unge. ¿Qué
significan los óleos sagrados del bautismo, de la confirmación, de la unción de
enfermos…? Son los aceites del consagrado, del rey, del elegido, del muy amado
por Dios. Con los sacramentos recibimos la caricia divina. Él nos elige, nos
llama y nos envuelve en su amor.
Baño, alimento, ternura. Son tres grandes regalos que Dios
nos hace, hoy y siempre. ¿Sabremos recibirlos con gozo? ¿Sabremos emplearlos,
disfrutarlos, y usarlos en bien nuestro y de los demás?
¿Sabremos darle las gracias?
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