Acabo de terminar un curso sobre Ciencia y Fe, sobre el diálogo
entre las ciencias y la teología y su relevancia en el mundo actual. Han sido
doce temas apasionantes impartidos on line, con una metodología muy pedagógica,
profesores excelentes, una presentación impecable y valiosos documentos de refuerzo y ampliación de
los contenidos tratados. A lo largo de este curso he podido ahondar tanto en el
campo de las ciencias como en el de la teología, he repasado viejas nociones de
filosofía, he actualizado conocimientos… Es un curso que se volverá a impartir
y que tiene una continuación. Lo imparte la Facultad de Teología de Catalunya
con el patrocinio de la Fundación John Templeton. ¡Lo recomiendo! Tanto para
personas creyentes como no creyentes, es una magnífica oportunidad para
formarse y ver que el diálogo entre disciplinas aparentemente tan opuestas como
la teología y las ciencias es posible y enriquecedor.
Aquí podéis ver más información: http://www.scienceandfaithbcn.com/
¿Qué podría decir del curso? ¡Tantas cosas! Si tuviera que resumir
algunas de las conclusiones que he extraídos, serían las siete siguientes.
El diálogo ciencia y fe, fructífero
El diálogo ciencia y
fe no solo es deseable, sino posible. Y más que posible, es fructífero y
positivo para ambas. Las dos se enriquecen mutuamente y a la vez se encauzan en
sus límites.
¿Qué aporta la fe a la ciencia? De entrada, la teología no invade
el campo científico ―no debería hacerlo jamás, aunque lo haya hecho en el
pasado―. La teología da una visión trascendente de la realidad y respuestas a los
interrogantes ante los que la ciencia no puede decir nada. Da un referente ético
y humano, no todo vale. Y da un estímulo para investigar, para alimentar la pasión
y esas tres actitudes que Einstein decía que debía tener todo buen científico:
asombro, curiosidad y humildad. La fe puede ayudar a que la ciencia se ciña a
su ámbito y sea humilde y abierta a la novedad, a lo inesperado y al misterio
que no puede abarcar.
La ciencia, a su vez, ¿cómo ayuda a la fe? Pues también la
ayuda, como han mostrado los teólogos de las últimas generaciones. La ciencia,
enseñando cómo es y cómo evoluciona el mundo, también nos descubre algo de cómo
es Dios. Porque a Dios no podemos conocerlo directamente sino a través de su
obra, la creación. La evolución del universo nos puede iluminar a la hora de
conocer cómo es el dinamismo de Dios. Y la ciencia también hace humilde a la teología,
mostrándole que el mundo físico tiene una autonomía y unas leyes naturales que
el discurso de la fe debe aceptar. Por otra parte, las ciencias proporcionan métodos
y un rigor intelectual que también beneficia a la teología, en cuanto a ciencia que es, aunque su objeto de estudio
sea muy distinto del de las ciencias naturales y las humanidades.
El diálogo ciencia y teología hermana la fe y la razón, las dos alas del espíritu humano, en palabras de
Juan Pablo II.
El doble libro de la realidad
La realidad, es decir, todo cuanto existe, el universo de lo
creado, se puede leer a través de dos libros, como explicó muy bien Galileo en uno
de sus escritos.
Para conocer la realidad física podemos leer a través del
libro de la naturaleza, o creación.
Es decir, a través de la ciencia en sus diversas ramas. Pero existe una dimensión
no visible, que no puede ser conocida a través de los sentidos: es la dimensión
espiritual, trascendente o sobrenatural. Esta parte de la realidad se conoce a
través de la revelación. Y por
revelación se entiende la experiencia religiosa de los pueblos, recogida en las
escrituras sagradas y en las tradiciones espirituales de cada cultura.
Creación y revelación son dos libros donde leer y aprender sobre
quién somos los seres humanos, qué es el mundo y quién es, en última instancia,
Dios o el Creador de todo cuanto existe.
El libro de la creación se lee a través de las ciencias, que
se valen de la razón y la experimentación. El libro de la revelación se lee a
través de la religión y la teología, que también se valen de la razón, pero especialmente
de la experiencia vital interior, de la intuición y de algunas experiencias místicas.
Hay que evitar la confusión: lo que no
es racional no tiene por qué ser irrazonable. La razón y la comprobación empírica
no son las únicas formas de conocer la realidad.
Por otra parte, cada campo de saber da respuesta a
diferentes interrogantes:
- La ciencia responde al qué son las cosas, y cómo son y actúan.
- La filosofía responde al por qué son las cosas valiéndose de la razón.
- La teología responde al para qué son las cosas, o el sentido que tiene su existencia.
Origen no es lo mismo que inicio
Hay una vieja polémica en torno al inicio del universo.
Aunque la mayoría de científicos aprueban la hipótesis del Big Bang, apoyada
por la teoría y los datos experimentales, todavía hay quienes sostienen que el
universo es eterno y ha existido desde siempre. El inicio en un gran estallido
les recuerda demasiado la noción de creación.
Lo que sí podemos saber es que nuestro universo ha tenido un
inicio, está en continua expansión y previsiblemente tendrá un final, aunque no
sabemos cuál será.
El Big Bang no debe confundirse con el origen. Una cosa es
el momento inicial, el estallido. Y otra el origen o causa. Son dos términos
distintos. Inicio implica tiempo,
espacio y materia. Origen es un
concepto filosófico que significa causa. Podemos decir que el Big Bang es el
inicio del universo, pero no su origen. ¿Qué causa el universo? Desde la
ciencia no puede saberse. Pero, dado que nada surge de la nada porque sí, desde
la filosofía se puede hablar de un Motor o Causa Primera, como decía Aristóteles.
Desde la fe hablamos de un Dios creador.
Los científicos ateos quieren afirmar un universo eterno
para eliminar la presencia o necesidad de un creador. Así lo dice StephenHawking en sus obras. No es necesario un Dios porque todo existe desde siempre.
Pero Santo Tomás de Aquino, en el s. XIII y con mucha agudeza respondía a las
objeciones con un argumento que no ha perdido actualidad. Aunque el universo
fuera eterno ―en su época se creía así― igualmente necesitaría de una causa primera
para existir, puesto que es contingente y no se ha creado a sí mismo, y esta
causa es Dios.
Por ejemplo: en una obra musical, podríamos decir que el Big
Bang o inicio es su nota primera. La pieza se despliega en un río de notas, armónicos
y melodías, siguiendo unos ritmos y una pauta que marca la partitura. Los músicos
y los instrumentos la producen, materialmente. Pero, ¿dónde está el origen de
la música? No está en la partitura, ni en los instrumentos ni siquiera en los
intérpretes o en el director de orquesta, sino en la mente del compositor. El
origen es el que compone la música, su imaginación, su voluntad y su capacidad.
Análogamente, podríamos decir que el Big Bang es el inicio del universo físico.
Antes, ¿qué había? No lo sabemos. Podemos decir que su causa está en la mente y
en la voluntad de Dios. El Hágase la luz del
Génesis…
El principio antrópico
Este principio es uno de los conceptos más asombrosos y
bellos en los que he profundizado durante el curso.
Dentro de su evolución, el universo ha dado lugar a los
elementos químicos, que han formado estrellas, galaxias y otros cuerpos físicos.
El universo está compuesto en un 4 % de materia y energía, que nos son
conocidas, y en un 96 % de la llamada materia oscura, de la que apenas sabemos nada.
Es como si fuera un puñado de polvo estelar esparcido en un negro espacio. Solo
conocemos qué es y cómo evoluciona el polvo, pero de la oscuridad nada sabemos.
La materia y la energía, que Einstein ya nos mostró que son
dos caras de una misma realidad, están sujetas a cuatro fuerzas o interacciones universales: la gravedad, la fuerza electromagnética,
la fuerza nuclear fuerte y la nuclear débil. De estas cuatro fuerzas se derivan
las constantes que hacen que el universo sea así. Si las leyes físicas fueran
diferentes, el universo sería totalmente distinto y la vida no sería posible.
Esto es el principio antrópico: el
universo es como es, y porque es así ha podido aparecer la vida. Cualquier levísimo
cambio en las leyes físicas haría imposible la aparición de seres vivos. Este
principio es una afirmación de los científicos, avalada por los datos que nos
proporciona la investigación.
¿Qué consecuencias se pueden extraer de este principio?
Desde un punto de vista natural, nos hace caer en la cuenta de que el universo
es un sistema maravillosamente calibrado, y que la vida es un fenómeno prodigioso
y rarísimo, posible solo gracias a ese fino ajuste de las leyes físicas. Esto
despierta la admiración y el vértigo. ¡La vida es algo casi imposible, pero es!
Desde un punto de vista metafísico, podemos extraer muchas más
conclusiones. Pero ya no hablamos de ciencia, sino de fe. Podemos concluir que
el universo está diseñado para que, en un momento dado, surja la vida. Pero
ojo, no caigamos en el determinismo. La vida es posible porque el universo es
así, pero igualmente podría no haberse dado. La vida es contingente y el
universo no estaba obligado, por así
decir, a dar lugar a la vida. Esto es lo que sostienen los pensadores del
movimiento del Diseño Inteligente. La teología católica rechaza esta hipótesis.
La evolución y la consciencia
Si ya es rarísimo que se den las condiciones para que surja
la vida en un planetita azul, aún es más extraordinario que, en la evolución de
la vida, aparezca la consciencia. Podríamos decir que en la evolución del
universo hay dos saltos cuánticos que
no pueden ser explicados con los simples datos de la ciencia: el primero es la
aparición de la vida, el segundo el resurgir de la conciencia.
La ciencia nos puede explicar muy bien cómo se producen los
mecanismos de la evolución, pero no por qué. No puede explicar por qué se dan
las mutaciones necesarias para que surjan unas especies y no otras. Tampoco
puede explicar por qué esas mutaciones se dan cuando se dan y de manera tan rápida
y numerosa, cuando lo lógico, si se siguieran las leyes naturales, sería que se
dieran de forma muchísimo más gradual y en un espacio de tiempo más prolongado.
Igual que la vida, la consciencia
aparece de forma contingente. No es necesaria para que el universo exista ni
para que la evolución siga su curso.
Desde la ciencia nada se puede decir, más que constatar los
hechos. Desde la teología se puede decir, y mucho. Que la vida y la conciencia
no sean necesarias, ni obligatorias, pero que existan, nos remite a un ser
mayor y trascendente. Si algo es, pero no era necesario que fuera, es porque alguien quiso que existiera. Y ese
alguien tuvo que tener una intención…
A partir de aquí, la ciencia calla y la revelación entra en
escena. Los autores de la Biblia nos hablan de un Dios creador, que crea por
amor y llama a toda la creación a su amor. Nos habla de unas criaturas autónomas
y de un ser humano hecho a semejanza de Dios, es decir, libre y responsable.
Con su voluntad, el hombre está llamado a completar la creación. Pero, porque
es libre, también puede decir no y seguir sus propios planes. Dios respeta esta
libertad.
Autonomía y dependencia radical
Dos conceptos importantes del curso son estos: la creación ―y
los seres humanos dentro de ella― tiene una total autonomía. Es decir, que Dios
no interviene a cada momento “dirigiendo” el barco del universo y guiándolo
hacia una dirección. No lo hace directamente, el cosmos funciona siguiendo sus
leyes, como lo demuestran los científicos. También el ser humano es libre, Dios
no condiciona ni un ápice su actividad. Lo que hacemos es responsabilidad nuestra.
Es decir, que hay que descartar la idea de un Dios relojero o Dios
intervencionista y controlador.
Pero, al mismo tiempo, todo cuanto existe tiene una
dependencia radical de Dios. ¿Qué significa esto? Radical viene de raíz, de
origen, de causa. Todo lo que es, existe porque Dios le ha dado la existencia.
Dios no es el inicio físico de una persona, pero sí su origen, pues el universo
entero, su materia y su energía, la cadena biológica de los seres vivos, todo
ha llegado a existir por un acto de voluntad divina. La dependencia no es física,
sino óntica. Todo el universo y todas las criaturas pendemos de Dios, que nos
sostiene en la existencia. En Dios
vivimos, nos movemos y existimos. Somos libres y la
naturaleza es autónoma, pero estamos arraigados en el ser de Dios. Porque solo
un ser absoluto, todopoderoso y libre puede dar la existencia a otros seres a partir
de la nada.
Consecuencias: ¿para qué estamos aquí?
¿Consecuencias? Por nuestra autonomía, somos libres y
tenemos la responsabilidad de decidir qué hacer en cada momento. Los resultados
dependen de nuestros actos. Al mismo tiempo, no podemos endiosarnos. ¡Humildad!
Porque no nos hemos dado el ser a nosotros mismos, todo cuanto somos y tenemos
lo hemos recibido. Todo, en última instancia, procede de Dios.
Una de las grandes preguntas del ser humano es ¿qué sentido
tiene la vida? ¿Para qué existimos? ¿Qué hemos venido a hacer en este mundo?
Conocer la voluntad de Dios hacia nosotros nos puede
orientar. Y ¿cuál es su voluntad? La ciencia
nos habla de un mundo que evoluciona y se hace cada vez más complejo. Tenemos
una noción de crecimiento. La revelación nos habla de una perfección progresiva,
de un origen y de una meta final. La voluntad de Dios es que alcancemos la plenitud.
Y la plenitud es llegar a compartir su naturaleza divina. ¿Cómo lo sabemos? Por
Jesucristo. Él es Dios hecho humano, y con su vida nos mostró el camino hacia
esta plenitud, hacia esta divinización.
Con su resurrección, Jesús nos da un atisbo de lo que nos
espera si acogemos la voluntad de Dios: una vida nueva, resucitada, donde la
materia queda glorificada y ya no sujeta a la muerte ni a la corrupción. Una
vida al modo de Dios, en unión con el amor que nos engendró y nos atrae hacia sí.
Vivir con esta certeza nos ayuda a encarar el día a día con una actitud optimista, esperanzada y alegre. Nos anima a conocer y a amar, el mundo y las personas que nos rodean. Y nos empuja a ser creativos para mejorar esta creación de la que formamos parte y a la que estamos llamados a cuidar.
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