Cristo ha gastado toda su vida para ir a la pasión, salvarnos y entrar en ella libremente. No tenemos otro medio para comprender y vivir la pasión de Cristo que continuándola en nuestra vida y en nuestra muerte, padeciendo con él, compadeciendo con él. Todo se explica cuando todo se ha consumado, no antes.
Sin apartarnos de lo que dice la Sagrada Escritura, el
Espíritu Santo a través de los evangelistas, empecemos por los tribunales.
Jesús estuvo toda aquella noche atado.
Dios atado
Caigamos en la cuenta de este doloroso pormenor: los hombres
atan las manos de Jesús. Dios se deja atar por estos seres minúsculos.
Ata
su omnipotencia, con la que podría aniquilar instantáneamente a los que le
atan. Ahora parece un hombre vencido y débil.
Ata su sabiduría, con la que podría confundir y dejar sin
palabras a cuantos le acusan. Ahora parece un vulgar convicto, como hombre que no tiene respuestas en su boca.
Ata su justicia, con la que podría descubrir aplastantemente
su inocencia y poner de manifiesto la mentira, la maldad, la ilegalidad de su
proceso. Ahora parece un vulgar malhechor.
Ata su santidad, con la que se manifestaría Dios. Ahora
parece como blasfemo.
Ata su majestad, con la que parecería rey de reyes y señor
de los que dominan, y sus enemigos se secarían de espanto. Ahora aparece como
un hombre del montón, un pelele, el hazmerreír del pueblo. Y es Dios.
El amor es el que ata a Jesús. Amor a su Padre, amor a los
hombres. Cuántas almas en reverencia de las ataduras de Jesús se atan a él para
siempre. Que el señor nos conceda que los lazos que nos unen a él no se rompan
jamás ni se aflojen por nada de la Tierra.
Los tres tribunales
Primero fue el tribunal eclesiástico. Condenan a Jesús como
blasfemo. Jesús, el profeta,
el que les había flagelado sin piedad como hipócritas, injustos, pecadores,
egoístas. Ahora le tienen ante ellos, se han cambiado los papeles. Qué
sarcasmos, qué risas de triunfo, qué rencor. Jesús derrotado, vencido y
atado ante ellos, a sus pies. Dada la sentencia, la chusma se apodera de él, le
hacen burla, le cubren la cara, le dan
de bofetadas, le escupen, le hacen profetizar. Dios es convertido en el
hazmerreír de las criaturas en esa larga y terrible noche de afrentas. Noche de
afrentas que se perpetúa a través de los tiempos en los miembros del cuerpo de
Jesús. Que el Señor nos dé su gracia para mantenernos firmes en cualquier
situación en que nos encontremos.
Después vino el tribunal civil. Jesús calla ante Herodes, ese rey que quiere rebajarlo al nivel de un prestidigitador. Herodes y su corte se burlan de Jesús. Lo visten
de loco y lo remiten a Pilato. Y el pueblo le contempla de nuevo atado
por las calle. Solo cinco días antes Jesús, el bendito del Señor, había entrado
en triunfo en aquella ciudad.
Pilato quiere salvarlo. Proclama que es inocente y le manda castigar como a
un culpable señalado. ¡Justicia de este mundo! Por fin, el gobernador,
coaccionado, por miedo, condena a Jesús. Jesús ante Pilato no habla de sí
apenas. De su reino, dice que es espiritual. No se entretiene en su
defensa. Cómo agotamos nosotros los argumentos de nuestras defensas. Digamos lo
que baste y dejemos siempre algo en reverencia del silencio del Señor, para
consolarle a él.
Finalmente, el tribunal popular. ¡No
queremos a éste, sino a Barrabás! Todos los tribunales fallan en contra de
Jesús. Pablo,
extasiado ante este misterio exclama: todas las cosas del mundo son pérdida, no
me interesa nada. Todo lo juzga estiércol con tal de ganar a Cristo Jesús.
Que nuestros bochornos, en silencio, pacientemente soportados, consuelen a
Jesús de los terribles y crueles bochornos de aquella noche triste.
Flagelación y coronación
Flagelación. Tormento de asesinos, esclavos, ladrones. Castigo de animales, en que el dolor físico ha de suplir la falta de razón. Tormento injusto para
Jesús, declarado inocente por el mismo que le manda azotar. ¿Cómo nos revuelven
las injusticias? Habiéndole castigado lo soltaré, dice el gobernador. Cómo nos
debe impresionar esta clamorosa injusticia con un hombre inocente. Flagelación
particularmente severa y cruel, porque su finalidad era excitar la compasión.
Veamos el espíritu con que la sufre el Señor. Con adoración y amor inmenso a la
voluntad y beneplácito del Padre celestial. Con inagotable amor a los hombres,
aún a los mismos que ejecutan el castigo en él. Con admirable paciencia.
Expresémosle en la oración nuestro agradecimiento y el dolor que nos causa
verle tan dolorido y atormentado por nosotros. Y no nos olvidemos de planear en
adelante nuestra austeridad de vida como continuación de sus azotes para
aliviarle a él.
Coronación de espinas. Es un juego de burlas de los soldados
que sacian su crueldad y matan su aburrimiento con Jesús, el Hijo de Dios.
Ante toda la corte le ponen un andrajo de clámide, una caña por cetro, una
corona de espinas. Le dan bofetadas, le hacen burla, le escupen, se arrodillan
ante él y le dicen: Salve, rey de los judíos. Le insultan, le pegan en la
cabeza. ¡Grandeza insondable del amor de Jesús hacia nosotros! Comparemos trono
con trono, cetro con cetro, corona con corona. Todos se burlan de él, y
este aspecto precisamente es el que ha atraído hacia Jesús a tantos y tantos
corazones.
Seamos apóstoles infatigables para que este rey de burlas
reine de verdad. Seamos de los que están con Jesús con todas sus consecuencias,
frente a los que están en contra de Jesús, frente a los que le quieren
destronar. Que no seamos del grupo de los sordos, de aquellos que no se quieren
detener en estos sagrados y profundos misterios; que quieren huir de ellos, que
los consideran precipitadamente para no verse obligados a participar en el
sacrificio de Jesús.
No queramos servir a un rey a nuestro gusto, sino tal como
es él. No nos hagamos sordos a la verdad. No nos contentemos con ofrecer de un
modo general nuestras personas al trabajo. Queramos señalarnos en su servicio,
en pobreza, sin las tremendas inconsecuencias que vemos a cada paso; en humillaciones,
oprobios, injurias, bajo el yugo de la obediencia. Que le sigamos en una vida
de austeridad y de sacrificio. Arrodillémonos junto a los que lo hacen por
burla y pidámosle la gracia de acompañarle en verdadera pobreza, humildad,
austeridad.
Ecce homo
Pilatos lo sacó fuera, delante de todos. Así pensaba amansar a las gentes. Y Jesús
obedece, mansa, humildemente, con aspecto vil, arrastrado. Pero, aún en
esta figura, es el Hijo del Padre celestial, es su gloria. Los apóstoles
¿esconderán a Jesús escarnecido? Como dice
Pablo, ¡esta es nuestra fuerza! La humillación, la abyección de Jesús. No hemos
de querer saber nada más que Jesús crucificado. Predicar a Jesús crucificado,
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles.
Ecce homo. He aquí al hombre, dice Pilato. ¡He aquí al hombre modelo, al ejemplar
de toda imitación! No mires otros modelos, mira solo a este.
Jesús dice: Aquí me tienes, soy el Señor, el Redentor, el maestro con las
obras. Yo soy el rey al que has prometido seguir. Ya lo ves, a los ojos de la
carne, abierto, repulsivo, gusano y no hombre, pero a los ojos de la fe y del
amor llevo mi vestidura resplandeciente. Todo esto
que ves, todo lo he abrazado libremente por amor. Aprende de mí humildad, paciencia, silencio, caridad. No te excuses,
no te defiendas, concede algo al silencio y a la humildad. Persevera hasta el
fin en mi amor y servicio. La vida que has abrazado es una cruz, pero es por
mí. Tú has de formar parte de esta porción de la Iglesia en la que descansan
los ojos y el corazón mío.
El clamor del pueblo
¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilatos se ha equivocado. En vez
de compasión se alza el rumor creciente de todo un pueblo que lo pide para la
muerte. Insiste Pilato: ¿A vuestro rey voy a crucificar? Y oye: No tenemos más
rey que al César de Roma.
Saquemos de aquí dos lecciones muy importantes para la vida.
La primera: la reacción de los judíos es símbolo de la reacción ante cualquier pasión. A los instintos o deseos poco ordenados no se los somete
arrojándoles pedacitos de carne. Dales un poquito de gusto… ¡no! Si así
hacemos, tendrán cada vez más hambre. Gritarán cada vez más. Lo mejor es un
santo radicalismo. El sistema más seguro, más propio, del que quiere servir de
verdad a Jesús no es el de las pequeñas concesiones, como hizo Pilatos, sino el
de un no rotundo. Así obraremos sin política, con verdad.
La otra lección: Pilato es el modelo del que quiere hasta
cierto punto, sin contraer compromisos. Y así se llega, lo vemos cada día, a
excesos irreparables. Una voluntad que no se quiere comprometer no sirve para
nada, no es persona, es un muñeco. Va cediendo, como Pilato, hasta que ya es
tarde. Cuando vemos la conducta de Pilato nos indignamos, lo llamamos cobarde,
pero… con la mano en el corazón, ¿no procedemos muchas veces como él? No
dialoguemos con nuestras pequeñas pasiones. Cuántas veces en la vida somos
Pilato. Que el Señor nos dé fuerza, porque somos debilísimos. Se impone, una
vez más, la gran ley de la oración. En este orden de la providencia es la ley
que lo rige todo.
Hoy, miremos este santo
libro de texto, libro en el que he de aprender las verdaderas lecciones
imprescindibles para vivir la cruz. Digamos ante
Jesús en la cruz: cuanto más vil y despreciable te han puesto por mí,
tanto eres para mí más hermoso y más amable. No queramos dejar solo al
Señor. No le queramos dar también nosotros la amargura del desengaño.
Que no pueda decir Jesús: este también se cansó. Ha dejado de seguirme. O me
sigue pero ya desde lejos…
Vía Crucis
Sentencia condenatoria
A esto ha venido a parar la conducta de contemporización de
Pilato. Ante Jesús condenado, condenemos a nuestro amor propio. Modifiquemos el
sagrado texto.
Si no condenas a este,
no eres amigo del César. Si no condenamos al amor propio, no somos amigos
de Jesús. Porque todo reinado en nuestro corazón contradice a Jesús.
Nosotros no tenemos más
rey que al César. ¡Nosotros no tenemos más rey que Jesús! Entreguemos nuestro
amor propio para que sea crucificado. La mejor y más eficaz sentencia
es entregarlo a la obediencia, esto es darle muerte. Tengamos disponibilidad absoluta en manos de la obediencia por
amor a Jesús. Este es, quizás, el máximo sacrificio que le podemos ofrecer a
Jesús.
En reverencia del silencio de Jesús, hagamos callar nuestro
amor propio, por fuera pero no menos en nuestro interior. Esos monólogos con
nosotros mismos, quejándonos, excusándonos, condenando, acusando... No hay
condena más eficaz, más auténtica del amor propio, que la disponibilidad obediente por amor a Jesús.
Camino del calvario
Presentan la cruz a Jesús. Él la toma por todos los hombres. Quizás de su corazón y de sus
labios saldrían aquellos requiebros que la tradición de la Iglesia pone en
labios del apóstol san Andrés, que fue también martirizado y clavado
en una cruz: ¡Oh, cruz, tanto tiempo
deseada, solícitamente amada, sin parar buscada y al fin recibida! Que por ti,
Cruz, me reciba el que por ti, Cruz, me salvó.
Con qué intimidad se le puede hablar a
Jesús de cruz a cruz. Clavado en la cruz de
cada día , desde mi cruz, ¡con qué intimidad puedo hablar a Jesús clavado
en la cruz!
Simón el
Cireneo fue obligado a llevar la cruz detrás de Jesús. A nosotros no nos ha
obligado nadie, nos hemos obligado voluntariamente. Hemos contraído el
compromiso de llevar la cruz detrás de Jesús. Le aliviamos si nos abrazamos a
nuestras cruces de cada día por amor. Además, le ayudamos, somos cooperadores
de la redención del mundo.
Que no nos desentendamos jamás de la cruz en la práctica de
nuestra vida. Confiemos en el poder de la cruz que triunfa por encima de
nuestra debilidad. Que nuestra vida sea
un Vía Crucis para aliviar a Jesús. ¿De qué manera? Con la práctica de nuestra vida sencilla en
nuestra vida ordinaria.
La cruz, señal de justicia
La cruz es
señal de amor. Dios cuelga de ella para manifestarnos clamorosamente hasta qué
extremos llega su amor a los hombres. El clamor es tan grande que no
se puede contentar con una cosa ordinaria. El amor siempre busca extremos.
La cruz es señal de combate. Todas las batallas se libran en
torno del amor de Jesús. También en mi corazón Jesús y el amor propio luchan. Ambos
están empeñados en reinar. No tenemos más rey que Jesús.
Hoy y siempre, al pie de la cruz, se aprende la más alta y
sublime ciencia que existe, ha existido y existirá. ¿Cuál es? La ciencia de la cruz de Jesús. La que
aprendió tan profundamente el apóstol Pablo y nos muestra en cada una de las
líneas de sus escritos. Ciencia de la cruz de Jesús, la ciencia de saber padecer bien en este mundo. ¿Cómo?
A nadie faltan padecimientos, todos
tenemos nuestro cupo. Recordemos que aceptando estos pequeños sufrimientos, padeciendo bien,
aliviamos a Jesús y le ayudamos a salvar el mundo. Así es. Es
lo más profundo del cristianismo y de la revelación cristiana. Recordemos que
esta cruz, la que sea, grande o pequeña, hoy, mañana o ayer, es la cruz que Jesús
mismo me envía. Él quiere, él busca mi bien y me
la prepara con amor. Estos pensamientos son motivo de aliento que levanta el
alma. Si nos paramos en la materialidad de las cosas —quién lo ha hecho, qué
han dicho, aquella otra persona…— y nos quedamos ahí, ¡qué
desvaríos!, ¡qué peligros!, ¡qué desalientos!
Saber padecer bien. Aquel gran obispo de la diócesis de Vic,
que pronto subirá a los altares, el doctor Don José Torras i Bages, escribió su última carta pastoral con el título La ciencia del
padecer. Esta ciencia es la más importante para vivir, la única que se aprende al
pie de la cruz, la ciencia que penetró Pablo hasta el fondo y fue su fuerza.
Levantemos el corazón a Jesús. Pidámosle gracia, resolución de
abrazarnos con la cruz sin subterfugios, sin desanimarnos en las caídas ―se
aprovecharía de ello el amor propio― y así, poco a poco, como Pablo, iremos
progresando en la ciencia más importante que existe, que es la ciencia de la
cruz de Jesús. Esta es la ciencia que ha de iluminar los
recodos más oscuros de nuestra vida.
La muerte de Jesús
Contemplemos junto a María cómo Jesús muere en la cruz. Como
un vulgar criminal, ajusticiado en público escarmiento. Pero Jesús es Dios, que
ha bajado del cielo para salvarme, para hacerme partícipe de su misma vida. Contemplemos
despacio cómo aquí, de un modo especial, se esconde la divinidad, la majestad,
la santidad, la justicia, la omnipotencia. Todas estas perfecciones de Dios
parecen haber desaparecido ya. Qué cruel es el amor en aquellos en quien
prende, y qué ciego es el amor incluso en el mismo Dios.
En la oración, comentemos el suceso con María, la Madre de
Jesús. Cómo recordaría ella Belén, Egipto, Nazaret. Madre, madre, yo he
contribuido a los azotes, a las espinas, a las bofetadas, a las burlas… Madre,
he contribuido a la misma muerte. ¡Cómo he de procurar en adelante que los
hombres caigan en la cuenta de esto y revuelvan totalmente su vida!
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