Así podría definir a los sacerdotes. Si miro hacia atrás, todos los que he encontrado a lo largo de mi vida han sido faros luminosos que han ido jalonando el camino de mi existencia y arrojando claridad, especialmente en los momentos de crecimiento, de vacilación o de búsqueda.
Y humanos. Con sus peculiaridades, sus defectos y su carácter, en todo momento he sido muy consciente de que son personas de carne y hueso. No son ángeles ni seres perfectos. Sin embargo, estoy convencida de que todos —algunos ya lo son— llegarán un día a ser santos en el sentido más genuino de esta palabra: felices junto a Dios.
¿Qué he aprendido de ellos? A menudo pienso que, si mis padres me dieron la vida biológica, el amor que me hizo crecer, la educación, la cultura…, los sacerdotes —especialmente algunos de ellos— me han mostrado las puertas hacia la Vida con mayúsculas. Ellos me han enseñado a encontrar sentido a la existencia y me han ayudado a vivir con intensidad y plenitud una vida que vale la pena.
Muchas veces he pensado que eso mismo es lo que nos vino a enseñar Jesús. Ahora, cuando veo a un sacerdote, sea joven o viejo, de talante abierto o conservador, veo en él a un hombre valiente, que representa a Cristo.
Los primeros sacerdotes que conocí fueron los de mi infancia. Párrocos y catequistas, hombres ya mayores, con sus sotanas y sus alzacuellos, despertaban el respeto de los niños y los adultos. Eran severos y muy cuidadosos enseñando la doctrina. También eran hombres convencidos e incluso vehementes, así los recuerdo. De ellos aprendí que «Dios es amor». Aunque los niños los temíamos un poco por su autoridad, no guardo de ellos memorias negativas ni traumáticas, como muchas personas hoy parecen resaltar. Para mí eran un referente moral de exigencia, un estímulo para buscar mi mejora personal. Sé que esto en una niña de siete u ocho años puede parecer exagerado, pero creo que no lo es. La infancia es una etapa densa y de profundos cambios, de una vida interior muy rica y de hambre espiritual. Quizás también debo esta experiencia a la educación que recibí en mi entorno familiar, creyente y respetuoso con la Iglesia. Pero sé que, en esos momentos de crecimiento y de formación de mi personalidad, sus figuras ya comenzaron a ser claras y orientadoras.
En mi adolescencia, fueron los sacerdotes los que despertaron mi sed de eternidad, mi afán de “saber más”. Más acerca de Dios, del mundo —y, al mismo tiempo, más acerca de mí. En plena crisis de identidad, buscando cómo enfocar mi futuro, los sacerdotes que encontré en la parroquia me dieron dos regalos que jamás agradeceré lo bastante. Uno me animó a ser catequista, y con ello me hizo salir de mí misma y reafirmar una fe tambaleante. ¡Cuánto aprendí, enseñando el evangelio a los niños! ¡Cuánto recibí!
Otros sacerdotes me mostraron esa Vida grande y luminosa a la que podemos optar si decidimos vivir para los demás en lugar de buscarnos a nosotros mismos. A los dieciocho años tomé una decisión que daría un giro a mi vida. Fue la respuesta a una llamada, audaz y convencida, a ser seguidora de Jesús y apóstola suya, allá donde viviera, a través de mi trabajo y de mi colaboración con las parroquias donde estuviera.
Estoy segura de que esa llamada fue uno de los mayores gestos de amor de Dios hacia mí. Y fueron los sacerdotes los encargados de transmitírmela. Desde entonces, y puedo decirlo con todas mis fuerzas, han sido para mí verdaderos padres, hermanos, guías y maestros. Más que inculcarme conocimientos, ellos me han educado en el sentido auténtico de la palabra: han despertado mi espíritu, me han impulsado a dar lo mejor de mí. Sembradores de luz, pescadores de almas. Sí, yo también fui llamada a orillas de un lago de aguas inciertas. También fui rescatada de la riada turbulenta en la que intentaba nadar, con poco éxito, a contracorriente. Ahora vivo en la ribera, y ¿qué mejor tarea puedo proponerme, que ayudarles a rescatar a otros? Intento avanzar por ese camino —sendero alumbrado por Cristo y por María— y ser, también, pequeña lamparilla para quienes buscan.
En los sacerdotes he encontrado consejo, amistad sincera, ayuda, fortaleza en los momentos de abatimiento e inquietud. He encontrado medicina para el orgullo y la impaciencia, esas malas dolencias del alma. He encontrado fe y confianza. He encontrado motivos para vivir gozosa y alegre. Pero lo más grande: ellos me han llevado cerca de Dios. Cada vez que comulgo, sé que ellos traen un tesoro inmenso en sus manos. El Jesús que no se queda ahí, en el sagrario, ni allá, arriba en el cielo, sino que viene a mí, y se mete dentro de mis entrañas. ¿Puede haber milagro mayor?
Leo algunos fragmentos que dejó escritos el cura de Ars: «¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…» El sacerdote hace bajar a Cristo del cielo, ofrece su cuerpo para hacerlo presente en medio de nosotros. ¿Alguien puede darnos algo más grande, más bello, más bueno? Con su humanidad, a pesar de ella y aún gracias a ella, los sacerdotes, desde el Papa hasta el párroco más humilde, son hombres intrépidos que desafían el mundo y nos traen la Vida en abundancia. Son, sí, sembradores de luz.
Escrito presentado al Concurso Nacional de Redacción ¿Qué es para ti un sacerdote?, de la Fundación CARF: ha obtenido el segundo premio de la categoría de adultos.
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