En el capítulo 15 de Caritas in Veritate, el Papa recuerda la encíclica Humana Vitae de su antecesor, Pablo VI, y la cita: «No puede tener bases sólidas una sociedad que, mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz, se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada».
Con esto, llama la atención sobre la hipocresía de una sociedad que se reviste de valores humanos cuando, en el fondo, se muestra despiadada con los más débiles. Esta es nuestra sociedad: creemos ser más avanzados que los países del llamado tercer mundo porque disfrutamos de regímenes democráticos, de libertades y derechos, de un alto grado de bienestar económico y material. Pero somos capaces de tolerar realidades como la pobreza, en las calles de nuestras mismas ciudades; como el aborto provocado, despreciando los derechos del no nacido, y aún consideramos que acelerar la muerte de los enfermos incurables o los discapacitados profundos es un acto de humanidad.
En definitiva, detrás del mito de la igualdad, se esconde un hecho: resulta que hay unas personas que valen más que otras. Hay vidas que valen más que otras. Si no se da cierta calidad, no vale la pena. Tras esta forma de pensar late un gran materialismo. ¡Los cristianos no podemos aceptar sin más este criterio! No hay vidas dignas o vidas indignas: toda vida, por el hecho de serlo, es valiosa y merece ser respetada. Tanto la vida de un bebé indefenso, como la de un enfermo o un moribundo. ¡Qué lección nos dio la Madre Teresa de Calcuta, lanzándose a atender a los que ya no tenían ni esperanza, ni futuro, ni posibilidad de recuperación! Nuestra sociedad es utilitaria y busca resultados, incluso en el plano humano y social. ¡Qué bofetada moral, iniciar una obra con el único afán de dar unas últimas gotas de amor a los que van a morir!
Y, sin embargo, a la hora de la verdad, en el momento de enfrentarnos a aquello que ha valido la pena en nuestra vida, encontraremos que justamente eso es lo único que merecía nuestro esfuerzo: amar, sin otra recompensa que la alegría de dar.
Si defendemos la vida, defendamos toda la vida; si queremos la justicia, que ésta sea para todos los seres humanos, sin excepción; si valoramos los derechos, que no haya una sola persona que se vea despojada de ellos. Si nos llamamos cristianos, trabajemos para que toda vida que nos rodea sea bella y llena de sentido.
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