1 Cor 15, 20-28
Las palabras rotundas de Pablo en esta lectura nos pueden parecer demasiado enérgicas. Nos evocan una espiritualidad quizás autoritaria o impuesta, con tintes marciales. Pero hay que entenderlas a la luz de la vida de Jesucristo. Él nunca vino a imponer ni a sojuzgar a nadie, más que al mal. Jamás aspiró a tener poder, ni político ni religioso. Su mensaje era de libertad y su realeza se manifestó, ¡qué contradicción tan grande!, cuando fue condenado y clavado en una cruz.
La realeza de Cristo “no es de este mundo”. Un mundo que, desde antiguo, siempre ha querido crecer y progresar, muchas veces dejando a Dios al margen. Los imperios humanos detentan gran poder y parecen dominarlo todo. Muchas personas somos conscientes de que el mal campa por sus respetos y la tentación del desánimo o de la resignación es muy fuerte. Pero Pablo nos dice que no siempre será así. El mal no es el dueño del mundo, aunque a veces lo parezca. El verdadero rey es Cristo. Hay una fuerza mucho más poderosa que mueve el universo, y gracias a ella la humanidad se sostiene, pese a todo. Lo que realmente vencerá en el mundo no es el poder, sino el servicio. Por encima del mal triunfará el amor. Esto ya está sucediendo. Allí donde las personas renuncian a dominar a los demás y optan por amar y servir, allí reina Dios. Y allí donde Dios se convierte en el centro, reina una vida plena y gozosa, que vence a la misma muerte.
“Dios lo será todo para todos”: esta es la vivencia, honda y palpable, que anima a Pablo en su misión. “Sólo Dios basta”, dirá, muchos siglos más tarde, otra gran mística. ¡Ojalá sea así, ya ahora, para los creyentes!
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