martes, 11 de septiembre de 2018

Amor a la tierra


Una de las personas más sabias que he conocido ―y más buenas, también, en el sentido íntegro de la palabra― habló en varias ocasiones de cómo vivir el amor a la tierra de una manera virtuosa. Es decir, cómo amar tu tierra, tu país, tu lugar natal, sin caer en extremos, ni de amor ni de odio. 

Amar la tierra, decía, es agradecer el lugar que te vio nacer, el pueblo de tus padres y abuelos. Es acoger la historia que hizo posible tu existencia y respetar y honrar las gentes que viven en ese lugar. Amar la tierra es ver sus bellezas y valores, conocerlas y darlas a conocer, admitiendo con realismo las partes no tan luminosas de la realidad. Amar la propia tierra con virtud es, también, reconocer la belleza y el valor de las tierras de los otros, que para cada persona son únicas y entrañables.

Este amor puede caer en dos extremos peligrosos. Por un lado, el amor al terruño puede derivar en un patriotismo exagerado y xenófobo, un sentimiento de superioridad sobre el otro y un rechazo o desprecio de lo ajeno o extranjero. Cuando lo mío es lo mejor y lo de afuera es enemigo, despreciable o una amenaza, estoy abonando las semillas del odio. Esta actitud lleva a conflictos, enfrentamientos e incomprensiones absurdas. Porque, finalmente, todos somos hermanos sobre este planeta azul, todos navegamos en la misma nave cósmica que nos hace de hogar. La cooperación nos ayuda más que la separación.

El otro extremo es renegar de las propias raíces y adoptar un cosmopolitismo desarraigado. «Soy ciudadano del mundo», y con esta arrogante pretensión, rechazar e incluso olvidar de dónde venimos, de qué historia somos hijos y qué tierra y qué cultura nos han modelado durante nuestro crecimiento, lo queramos o no. Quienes así piensan pueden convertirse en eternos nómadas que pasan de un lugar a otro sin echar raíces, lo cual puede parecer una señal de libertad, pero tampoco profundizan, ni en sus relaciones con la gente ni con la tierra, y quizás valoran las cosas de manera muy superficial. 

Ni patrioteros ni desarraigados. Ni nacionalismo exacerbado ni globalismo homogeneizante. Es hermoso reconocer y amar la propia tierra, los pueblos que vieron nacer a nuestros padres y abuelos, y ahondar en la cultura que nos ha acunado. Y es hermoso conocer la tierra de los otros, los países que nos rodean, sus gentes, sus culturas, su arte y sus valores. Sin ver al que es diferente como enemigo, viéndolo como otro hermano en la existencia. 

Si se cultivara este amor a la tierra, virtuoso y equilibrado, desde las familias y desde las escuelas, desde los medios y las instituciones públicas, posiblemente se resolverían o se evitarían muchos conflictos sociales y políticos que hoy están hiriendo a nuestra tierra y a nuestra gente. Se ahorrarían recursos, se ahorraría dolor, sería un antídoto contra la violencia y contribuiría a crear una más sólida cultura de la paz.

viernes, 27 de julio de 2018

Morir abrazados


Los equipos de bomberos los encontraron a trescientos metros del mar, que intentaban alcanzar. Nunca llegaron. Las llamas los envolvieron y los devoraron. Eran un grupo de niños y sus educadores. Murieron abrazados.

La imagen da vueltas en mi mente mientras las noticias sobre los incendios en Grecia suenan en la radio y llenan titulares. El fuego no perdona. No se puede ganar una carrera a la muerte cuando esta llega cabalgando sobre llamas. 

Dicen que el ser humano saca lo mejor de sí mismo en las peores circunstancias. O quizás saca lo más genuino de sí. También he leído que el ser humano es un ser claustral, que nace, vive y se desenvuelve en un seno. Del seno materno al seno familiar y social. De la cálida matriz a la nave azul de nuestro planeta. Del pecho maternal al seno de Dios. Quizás los momentos más intensos, más profundos e inolvidables de nuestra vida son los que hemos vivido conscientemente arropados en un seno: el regazo de nuestra madre, el abrazo de un amigo, de un esposo, de un hijo.

En los peores momentos, buscamos el seno protector. El abrazo es ese pequeño seno humano, dos cuerpos que forman un mundo, enlazándose, protegiéndose, cerrándose al exterior hostil, abriendo un universo íntimo y acogedor.

Morir abrazados. El fuego es real, y es devastador. Puede ser también una metáfora de la vida cuando se torna enemiga, cruel y devoradora. Una metáfora de la guerra, del tiempo inexorable, de la enfermedad que nos consume, de la vejez. También de nuestra propia vida, que arde como una vela, brillando y autodestruyéndose. Alguien escribió que la vida es una batalla y que la felicidad consiste en no tener que combatir solos. Aunque el final sea una derrota. Cuando la tormenta arrecia y la vida nos golpea, cuando ya no hay nada que hacer, sólo nos queda abrazarnos.

sábado, 30 de junio de 2018

Ser feliz y florecer... ¿dónde?


Estoy siguiendo un curso interesantísimo ofrecido por la universidad de Yale y compartido libremente en Internet a través de esta página.
 
El curso está impartido por la profesora Tamar Gendler, y trata de filosofía, psicología, ciencias humanas y política. Es un enfoque novedoso y con aplicaciones muy prácticas en la vida real.

Según explica la profesora en su primera clase, el curso se desarrolla en torno a tres grandes temas que siempre han preocupado al ser humano: la felicidad y el florecimiento de la persona; la moralidad y la organización de la sociedad, o política.

Una de las inquietudes más antiguas de los hombres ha sido esta: ¿cómo alcanzar la felicidad? En la República de Platón se plantea otra, muy relacionada con esta: ¿qué sistema político es el que permite que las personas sean más felices y florezcan?

Creo que esta búsqueda del sistema político y social ideal ha sido constante en la filosofía, al menos la occidental. Y se ha debatido muchísimo sobre qué gobierno es el mejor, y qué ideología es la que responde mejor a la felicidad humana.

Pero cuando los hombres se enzarzan en estas discusiones me parece que pierden el punto más importante.

Lo que hace felices a las personas no es un régimen político determinado, ni una estructura familiar, ni una ideología. Lo que nos hace felices es amar y ser amados. Lo que nos hace florecer es el amor. Si no recibimos amor y no aprendemos a canalizar el amor que llevamos dentro, no habrá régimen ni ideología, por excelente que sea, que nos haga felices.

Por tanto, a la pregunta ¿qué política o qué sistema de ideas favorece más la felicidad y la plenitud humana?, yo respondería: cualquiera… siempre que favorezca el amor. Y es imposible favorecer el amor si no se permite la libertad, pues nadie puede amar si no lo hace libremente.

Amor. Libertad. Ambos nos dan las pistas, y ambos son inseparables. No vale el uno sin el otro. Cualquier régimen o ideología o sistema familiar y comunitario que no los sostenga y no los fomente, ambos, no hará felices a las personas. 

Dicho esto, el amor es una fuerza muy potente. Aunque vivamos sometidos a un régimen político, cultural o familiar dictatorial, el amor encuentra la forma de abrirse camino, como esas flores que brotan en medio del asfalto o las higueras que crecen entre los muros de las catedrales.

El amor siempre halla cauces, y a veces, cuanta más oposición encuentre, con más fuerza brota. Es triste, sí, que haya comunidades donde se ahogue el amor, donde se quiera matar la libertad, donde se restrinja el florecimiento del ser humano, donde se fomente el odio hacia el otro… Pero quienes sostienen estas formas de poder inicuo ignoran la enorme fuerza del amor y el alma humana. Pueden cobrarse muchas víctimas, pero siempre habrá quien se escape y se libere. Incluso entre barrotes ha habido héroes que han sabido conservar su libertad.

Podemos preguntarnos ahora. La cultura en que vivimos, los sistemas sociales y políticos en que nos movemos, el pensamiento que se difunde y se fomenta, todo esto… ¿alimentan el amor y la libertad?

domingo, 29 de abril de 2018

Ser habitado por Dios

Del evangelio del 5º lunes de Pascua (Juan 14, 21-26): «El que me ama guarda mi Palabra, y el Padre y yo vendremos a él, y habitaremos en él. Y el Padre lo amará.»

Amar es más que sentir.

Amar es hacer.

Amar es obedecer —escuchar, hacer caso, confiar que su palabra es lo mejor para ti.

Dale lo mejor de ti: tu voluntad, tu libertad. No tanto "tus" obras, sino tu querer.

Y él vendra a ti... se albergará en ti. Tú serás su templo, su sagrario.

¡Ser habitado por Dios!

¡Ser habitado por el Amor!

¿Se puede recibir un don más grande?

martes, 17 de abril de 2018

¿Qué quiere Dios? ¡Esto!

Del evangelio del miércoles tercero de Pascua (Juan 6, 35-40): 

«Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. 
Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.»

¿Qué quiere Dios? ¿Cuál es su voluntad... en la tierra como en el cielo? En el fondo, Dios quiere lo que todos queremos: ¡una vida plena, eterna, preciosa, resucitada! 

La divinización del hombre es la voluntad de Dios. O, mejor dicho, nuestro anhelo más hondo es el anhelo de Dios. ¡Comunión de voluntades! ¡Ah, si lo supiéramos y lo recordáramos cada día! 

Resucitar es vivir con la plenitud y la libertad sin límites del Espíritu. (Los grandes límites son el mal, el dolor y la muerte). 

Amar sin límites es empezar a resucitar. 

Todos queremos resucitar... el tema es el cómo. Hay muchos caminos desviados. Mucho engaño y trampa por el camino. Todos ansiamos la cumbre de la vida. Pero no todos los caminos llevan a ella. ¿Cómo discernir?  

Yo soy el camino, la verdad y la vida... (Juan 14, 6).

miércoles, 11 de abril de 2018

Poseer la vida

Del evangelio del segundo jueves de Pascua (Juan 3, 31-36).

En ese diálogo tan denso entre Jesús y Nicodemo hoy sobresalen estas frases...

«El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos.»

«El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.»

--------------------

¿Qué es la vida eterna, sino todo lo que anhelamos... y más aún?

¿Qué es la ira de Dios, sino el peso del "destino", del "absurdo", del pánico ante el azar vertiginoso de la existencia? El no-sentido, el final, la nada, eso pesa como "la ira de Dios".
En realidad, es un vacío de Dios. El horror, el infierno.

Creer ya es vivir. Pero ¿cree de verdad quien no vive lo que cree?

domingo, 8 de abril de 2018

¿A quién buscas?

El primer martes de Pascua se lee el evangelio de Juan 20, 11-18. Es el encuentro de Jesús con María Magdalena, cuando esta se queda llorando en el huerto, ante el sepulcro vacío.

¿Qué le dice Jesús a María? Si recogemos sólo sus palabras, podríamos escucharlas, muy dentro de nuestro corazón, dirigidas a cada una de nosotras...

«¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?»

«¡María!»

«Déjame ir, porque aún no he subido al Padre. Pero ve a buscar a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.»

Lloro. Busco. Es el hambre de toda persona falta de sentido, falta de Dios.

¿A quién busco yo? ¿Por qué lloro?

Jesús responde saliendo al encuentro y con una llamada: ¡María! Yo busco, él me llama por mi nombre.

A Dios no podemos poseerlo ni sujetarlo. Él nos consuela pero de inmediato nos da una misión: Ve y di. Nos envía. Nos envía a los hermanos (familiares, próximos, compañeros, miembros de la comunidad, incluso sacerdotes...) Igual que él fue enviado por el Padre.

Llorar. Buscar. Ser llamado y enviado. En Magdalena se da, perfecta, la génesis de una vocación.