Una de las personas más sabias que he conocido ―y más
buenas, también, en el sentido íntegro de la palabra― habló en varias ocasiones
de cómo vivir el amor a la tierra de una manera virtuosa. Es decir, cómo amar
tu tierra, tu país, tu lugar natal, sin caer en extremos, ni de amor ni de
odio.
Amar la tierra, decía, es agradecer el lugar que te vio
nacer, el pueblo de tus padres y abuelos. Es acoger la historia que hizo
posible tu existencia y respetar y honrar las gentes que viven en ese lugar.
Amar la tierra es ver sus bellezas y valores, conocerlas y darlas a conocer,
admitiendo con realismo las partes no tan luminosas de la realidad. Amar la
propia tierra con virtud es, también, reconocer la belleza y el valor de las
tierras de los otros, que para cada persona son únicas y entrañables.
Este amor puede caer en dos extremos peligrosos. Por un
lado, el amor al terruño puede derivar en un patriotismo exagerado y xenófobo,
un sentimiento de superioridad sobre el otro y un rechazo o desprecio de lo
ajeno o extranjero. Cuando lo mío es lo mejor y lo de afuera es enemigo,
despreciable o una amenaza, estoy abonando las semillas del odio. Esta actitud
lleva a conflictos, enfrentamientos e incomprensiones absurdas. Porque,
finalmente, todos somos hermanos sobre este planeta azul, todos navegamos en la
misma nave cósmica que nos hace de hogar. La cooperación nos ayuda más que la
separación.
El otro extremo es renegar de las propias raíces y adoptar
un cosmopolitismo desarraigado. «Soy ciudadano del mundo», y con esta arrogante
pretensión, rechazar e incluso olvidar de dónde venimos, de qué historia somos
hijos y qué tierra y qué cultura nos han modelado durante nuestro crecimiento,
lo queramos o no. Quienes así piensan pueden convertirse en eternos nómadas que
pasan de un lugar a otro sin echar raíces, lo cual puede parecer una señal de
libertad, pero tampoco profundizan, ni en sus relaciones con la gente ni con la
tierra, y quizás valoran las cosas de manera muy superficial.
Ni patrioteros ni desarraigados. Ni nacionalismo exacerbado ni globalismo homogeneizante. Es hermoso reconocer y amar la propia tierra, los
pueblos que vieron nacer a nuestros padres y abuelos, y ahondar en la cultura
que nos ha acunado. Y es hermoso conocer la tierra de los otros, los países que
nos rodean, sus gentes, sus culturas, su arte y sus valores. Sin ver al que es
diferente como enemigo, viéndolo como otro hermano en la existencia.
Si se cultivara este amor a la tierra, virtuoso y
equilibrado, desde las familias y desde las escuelas, desde los medios y las
instituciones públicas, posiblemente se resolverían o se evitarían muchos conflictos
sociales y políticos que hoy están hiriendo a nuestra tierra y a nuestra gente.
Se ahorrarían recursos, se ahorraría dolor, sería un antídoto contra la
violencia y contribuiría a crear una más sólida cultura de la paz.