El futuro de la Iglesia
Para los cristianos de hoy, que vemos cómo
nuestras parroquias se van quedando cada vez con menos gente, a veces nos surge
la inquietud. ¿Qué pasará dentro de unos años, cuando todos envejezcamos y
muramos? ¿Sobrevivirá la Iglesia?
Dicen los teólogos que el futuro de la Iglesia
pasa por su diálogo con la cultura. Pero ¿qué significan estas palabras? ¿Acaso
la Iglesia no forma parte de la cultura? Lo fue en el pasado, una parte imprescindible
y crucial que marcó la filosofía, el arte, las ciencias... Hoy la religión ¿es
sólo un fenómeno residual, anticuado y condenado a al extinción? ¿De verdad nos
hemos quedado al margen de la cultura?
Intento ponerme en la piel de las personas no
creyentes o alejadas de la Iglesia. Es verdad que la Iglesia en el pasado
protagonizó episodios lamentables y ejerció un poder absoluto sobre muchas
personas. Pero hoy, ¡es tan diferente! Muchos ignoran lo que hace la Iglesia
hoy, lo que pensamos los cristianos, los avances de la teología, que a menudo
va muy por delante de las ideologías más progresistas. Otros reconocen al menos
la labor social y humanitaria de las instituciones eclesiales, como Cáritas o Manos
Unidas. Pero en la mayoría de gente hay críticas a la Iglesia. Se nos acusa de
ciertas cosas recurrentes. No hablo de los errores del pasado ni de los pecados
presentes de algunos miembros de la Iglesia. La mayoría de cristianos actuales somos
inocentes de esos crímenes... Hablo de algo mucho más habitual, hablo de
actitudes y formas de hacer que son comunes a muchos cristianos, tanto laicos
como miembros del clero.
¿Por qué nos critican?
¿De qué nos pueden acusar, con justicia, los
no cristianos? Me parece que, al menos, de tres cosas. Primera, de pretender
que todo el mundo piense y tenga la misma moral que nosotros. Aún queda esa
nostalgia del pasado, cuando la Iglesia marcaba una gran influencia social.
Segunda, de creernos mejor que los demás. Ese complejo de superioridad moral,
que a menudo se contradice con nuestra vida diaria, porque no somos mejores que
nadie en el día a día, nos hace antipáticos y arrogantes a los ojos de muchos.
Y tercera, de hablar mal y juzgar a los que no piensan ni creen lo que nosotros.
Cuántas veces cuestionamos, atacamos y despreciamos otras creencias, otras
formas de pensar y de vivir, e incluso a las personas que votan a un partido contrario
al que votamos nosotros.
¡Todo esto no es cristiano! Y menos aún, católico.
Porque católico quiere decir universal.
Y quiere decir que Dios es padre de todos, y toda persona, por muy distinta que
sea, merecer aprecio y valoración. Ella, sus convicciones y creencias.
El mejor ejemplo
Pienso en Jesús, nuestro maestro y nuestro
ejemplo. El es quien mejor puede iluminar nuestra conducta. Jesús nunca habló mal
de los de afuera. Jamás criticó a los
paganos, ni a los romanos, ni a los extranjeros. Las palabras más duras que
encontramos en los evangelios están dirigidas a los de adentro. A los que se creían perfectos, puros, guardianes de la fe.
A los letrados y escribas, los expertos en la palabra de Dios. A los fariseos,
practicantes devotos y rigurosos, que cumplían todos los mandamientos a
rajatabla. Si fuera hoy, podríamos decir que los sermones más duros de Jesús se
dirigirían a los feligreses de las parroquias y a los curas, a los teólogos y a
los religiosos. A los que decimos creer y practicar, pero no siempre somos
coherentes con nuestra fe. Predicamos una cosa y a menudo vivimos una doble
vida. Cumplimos los 10 mandamientos y todos los preceptos de la Iglesia, pero
nos falta cumplir el esencial; sin él, todos los demás son vacíos e inútiles.
Nos falta cumplir con el mandamiento del amor.
¡Qué fariseos somos! Nos rasgamos las
vestiduras ante la cultura laicista y anticlerical que nos rodea, pero somos
incapaces de dar la paz en la iglesia a una persona que nos cae mal, o que nos
ha molestado. Atacamos la grosería de la telebasura pero apenas salimos del
templo nos ponemos a criticar a nuestros vecinos. Nos abatimos ante las
noticias de las persecuciones de cristianos y los mártires pero somos incapaces
de sacrificar una hora de nuestro tiempo o un billete de nuestro monedero por
ayudar a la Iglesia.
Jesús no perdió el tiempo. Hoy diríamos que
Jesús no gastó una palabra en criticar a los ateos, los laicistas, los fieles
de otra religión o los consumidores de místicas a la carta que ofrece la New
Age. Jesús no los criticaría ni se metería con ellos. Quizás incluso sería
amigo de algunos de ellos. Jesús nos interpelaría a nosotros, los que creemos
ser fieles. Los que creemos ser elegidos, por el hecho de ser cristianos, y
mejores que los demás. Claro que somos elegidos y mirados por Dios. Nuestro
bautismo nos ha hecho hijos predilectos. ¡Pero qué malos hijos para tan buen
Padre! Nos dedicamos a criticar a nuestros hermanos diferentes y no nos
aplicamos a crecer en el amor, que es, finalmente, a lo que estamos llamados.
Un propósito
A partir de hoy, me propongo ―sé que me costará―
no hablar mal de nadie. Ni criticar a nadie, ni personas ni religiones ni
tendencias filosóficas diversas ni culturas. No quiero perder el tiempo. El
breve intervalo de mi vida, que sea para dar gracias, alabar a Dios, con mi
vida y mis obras más que con palabras, y para despertarme y estar en vela. En medio
de la tiniebla, bueno será estar despejado y encender una pequeña hoguera. No para
quemar, sino para dar calor, luz, acogida. Como lo hizo Jesús, que no vino
a condenar a nadie, sino a que todos se salvaran.
Sí, quizás este sea el camino de la Iglesia:
no criticar a la cultura, sino dialogar con ella. Sentarse a charlar, como
viejos amigos, al amor de un fuego cálido. Escuchando con los seis sentidos. Sin
pretensiones, sin complejos de superioridad ni de inferioridad. Sin querer
cambiar a nadie: queriendo amar a todos.
Intentaré poner en práctica el aviso de Santa
Teresa: Hermanas, una de dos: o no hablar
o hablar de Dios.