viernes, 26 de agosto de 2016

Silencio



Las plantas necesitan espacio y tiempo para crecer. Y silencio. En el silencio crece la hierba, brotan las hojas, maduran los frutos.

Las personas necesitamos lo mismo para crecer. Espacio y tiempo. ¡Y silencio! Porque en el silencio nuestra naturaleza reposa, arraiga, se alimenta y se expande. Necesitamos espacios en blanco, de no pensar, no decir, no hacer… Espacios de quietud, física y mental. De quietud espiritual, también, donde no hagamos nada más que estar, presentes, vivos, respirando. Como las plantas que reciben sol, viento y lluvia.

En el silencio, en la quietud física, recibimos un sol mayor que el astro, y un viento más vivificante que la brisa, y un agua viva que no se agota. En el silencio y la quietud somos mirados por Dios, su Espíritu sopla sobre nosotros y nuestras raíces absorben el agua de la vida. 

¿Quieres crecer? Busca espacios de silencio y calma. ¿Quieres vivir? Haz un hueco de silencio cada día. ¿Necesitas cambiar? No te esfuerces en esculpir tu vida a golpe de voluntad. El silencio te cambiará: te cambiará pasar tiempo de quietud bajo la mirada amorosa y penetrante de Dios.

En el silencio es posible la escucha. Si logras hacer silencio interior, si logras que cese tu parloteo interno, entonces podrás oír otras voces, otra música, otro viento. 

En la quietud podrás sentir y sentirte vivo. En ese sentir escucharás un mensaje. 

Tanto como el alimento, tanto como el afecto, tanto como la compañía, necesitamos, a diario, el silencio.

Pídelo como pides un vaso de agua, un plato de comida, unas horas de sueño. Pídelo y búscalo. Y vive esos minutos ―¡ojalá horas!— de silencio como un regalo, en el que no haces nada y a la vez haces lo más importante: ser, crecer, florecer.

En el silencio eres.

domingo, 21 de agosto de 2016

Agua clara y agua turbia



El mundo es como un cubo de agua turbia. El agua fue clara un día, pero alguien la enturbió. Hoy vemos esta suciedad del agua en las guerras, el terrorismo, el hambre, la pobreza…

Cuando hacemos una buena obra es como echar un vasito de agua clara en el cubo de agua del mundo. ¿Qué hace un poco de agua limpia? Aparentemente, nada. 

Pero ¿qué ocurre si seguimos echando vasito tras vasito de agua limpia? Al principio no se nota. Pero si continuamos echando vasos, y cada vez somos más los que echamos agua clara… al final el cubo se llenará y el agua turbia empezará a derramarse. 

El agua ya no será tan turbia. Si seguimos, otros se animarán a echar agua limpia. Y así, continuamente… llegará un momento en que el cubo estará ¡lleno de agua clara!

Esta es la invitación a la que somos llamados los cristianos. A ser vasito de agua clara en el mundo. Y a animar a muchos otros a hacer lo mismo. Puede que tardemos en ver los resultados. Puede que nunca los veamos, en vida, pero no dejemos de hacerlo porque un poco de agua limpia sí marca una pequeña diferencia. 

Todos somos vasos. El agua clara nos la da Dios. Jesús es agua de vida, limpia, purificante. Llenos de él, haremos un poco más claro, más limpio, más hermoso el mundo. ¡No nos cansemos! El agua no se agota…

(La comparación es del P. Alfredo Rubio)

domingo, 14 de agosto de 2016

Puerta del cielo



Una de las letanías que más me llama la atención al rezar el Rosario es la que llama a la Virgen María Ianua coeli, puerta del cielo. Es un elogio hermoso que convierte a María en un lugar sagrado, en un puente entre lo humano y lo divino, umbral donde la materialidad y el espíritu se abrazan.

Puerta del cielo. Sí, para muchos creyentes María es camino, faro, guía y puerta hacia el cielo que es Cristo, su Hijo. María es una ruta segura, fiable, amorosa y maternal. Cuando nos sentimos desorientados o perdidos, cuando las devociones fallan o la fe flaquea, María siempre está ahí, sosteniéndonos como madre que es. Cuando el engaño se disfraza de luz angelical, siempre hay una forma segura de limpiar las falsas impresiones: seguir el camino de María. 

María como modelo humano es asombrosa. No por su grandeza ni por la hazaña irrepetible de su maternidad, sino porque ¡es tan sencilla! Cualquiera, en el lugar o estado que se encuentre, puede seguirla. María no hizo grandes proezas, no llevó una vida destacada, no sobresalió en especial. Simplemente estuvo ahí, como esposa, como madre, como ama de su casa, como mujer fiel. No hizo nada que no esté al alcance de cualquiera de nosotros. Pero, al mismo tiempo, hizo algo que nadie ha podido igualar: dar un sí a Dios, tan total, tan absoluto y abierto, que hizo posible que entre el cielo y la tierra se abriera una puerta luminosa. 

María es, para toda la humanidad, puerta del cielo. El sí de María hace posible que Dios se haga humano; el sí de María hace posible que lo humano se empape de divinidad. El sí de María levanta el reino de Dios en la tierra. El sí de María tiende un puente hacia la resurrección.

Para nosotros María es puerta del cielo. Una puerta bella, amable, cariñosa y cercana. Pero ¿y para Dios? Pienso que para Dios María fue la puerta de la tierra. Por ella, por su alma y por su cuerpo, Dios entró en este mundo nuestro. Por ella Dios acampó entre nosotros, haciéndose niño. Por ella anticipó un milagro, convirtiendo el agua en vino; por ella adelantó la promesa de una vida eterna, resucitando a su Hijo.

María es puerta para nosotros y puerta para Dios. Para el Padre, que la creó con amor, para el Hijo, que se alojó en su cuerpo, para el Espíritu Santo, que aleteó siempre en sus entrañas. 

¡Puerta del cielo! Ruega por nosotros y guíanos. Puerta del cielo, enséñanos a abrir nuestras puertas al Espíritu que nos transforma. Puerta del cielo, ayúdanos a ser, también, pequeños portales por donde la luz de Dios pueda derramarse en el mundo.

sábado, 6 de agosto de 2016

Cuando el Sol da de espaldas



Un día, en catequesis, las niñas me preguntaron cómo era posible que Jesús se repartiera entre miles y miles de hostias y pudiera estar en todas ellas para las personas que comulgamos. ¿Se parte a cachitos? ¿Cómo es esto?

Yo les expliqué que Jesús es como el Sol: brilla en todas partes y a cada lugar llega un cachito, pero lo que llega es la luz completa del Sol. Cada persona recibe a Jesús entero para sí. Dios puede hacerlo porque está en todo lugar.

Entonces una niña, muy espabilada, me replicó: Pero el Sol no brilla en todas partes. ¿Qué pasa dónde es de noche?

Bueno, le dije, ya sabes que la Tierra gira cada día. El Sol sigue ahí, solo que una mitad de la Tierra está de espaldas, por eso allí es de noche. Pero eso no significa que el Sol deje de brillar sobre todo el planeta. Al día siguiente, la parte que estaba a oscuras quedará iluminada.

La niña calló. Le devolví la pelota con un argumento tan «científico» como su pregunta... pero después he pensado muchas veces en esa intervención y creo que vale la pena sacar más consecuencias de ella.

Sí, Dios es como el Sol. Los antiguos ya comparaban la divinidad con la luz del astro rey. La Biblia dice que el amor de Dios es incondicional y abarca a todos: Dios hace brillar su luz sobre justos y pecadores. 

Pero también es verdad que las personas somos como los astros. Vamos dando vueltas ante Dios. Hay días que su presencia nos ilumina. Otros días lo sentimos ausente, lejano, incluso inexistente... Dios parece callar cuando vivimos esos intervalos de noche en el alma.

Sí, Dios calla en las oscuridades. Pero no es él quien se aleja, ¡somos nosotros! Dios sigue brillando a nuestras espaldas. Quiere decir esto que quizás algunas veces no lo sentimos cercano, quizás no experimentamos su alegría y su amor. Pero él sigue amándonos y sosteniéndonos... a nuestras espaldas. 

La vida es así: está hecha de días y de noches. Hay veces que las noches son largas y frías. Quizás nuestra actitud cerrada puede prolongar esos períodos de oscuridad. Quizás ya no creemos en el día porque hemos olvidado qué color tiene el amanecer. En los momentos duros de nuestras vidas, pensemos en esta imagen del sol y los planetas. Incluso en esos tiempos difíciles, Dios está ahí. Alumbrando, dando calor, esperando a que volvamos a girarnos de cara. Está ahí, esperándonos.