jueves, 27 de junio de 2013

La piedra y la luz



He tenido la ocasión de pasar unos días en Poblet, monasterio anclado en el corazón de Cataluña. Para muchos es el paradigma de un convento cisterciense. Cumple las características ideales que San Bernardo señaló: está en un lugar tranquilo,  pero bien comunicado, con buena tierra para el cultivo y agua abundante. Así es Poblet: se levanta a los pies de la sierra de Prades, mirando a la conca de Barberà. A oriente del monasterio se elevan los montes, a poniente se extienden amplios campos de labor. El conjunto monástico, en piedra caliza de color tostado, brota en medio del verdor de los viñedos y en seguida atrae al visitante por su elegancia, por la solidez que no se hace pesada, por la paz que se respira entre sus muros, por la luminosidad. Si tuviéramos que resumir Poblet en dos palabras podríamos decir que es piedra y luz. Y dentro de esas piedras late un alma muy viva.

Un pequeño grupo de visitantes hicimos la visita del monasterio guiados por un monje, Fray Marc. La mayoría de visitas guiadas se centran en la historia del lugar, nos dan nombres de reyes y abades, nos hablan de los estilos arquitectónicos y nos cuentan anécdotas curiosas de este o aquel otro personaje. Y los turistas nos quedamos satisfechos por haber explorado la epidermis del lugar. Pero nuestra visita fue algo diferente. Fray Marc no se detuvo en mostrarnos la piel del monasterio, por así decir. Pasó muy por encima de su azarosa historia, aunque también nos contó algunos episodios memorables. Con preguntas, acertijos y no pocos desafíos mentales, sin prisa alguna, nos fue guiando hasta descubrir el mismo corazón del monasterio. 

Construido sobre una idea

Poblet, comenzó, fue construido por unos hombres que creían en Dios y tenían una idea del mundo. Lo primero que hizo nuestro guía es mostrarnos cuál es la cosmovisión del monje cisterciense. Con los pies bien anclados en tierra, consciente de estar en el momento presente, abierto al mundo, conviviendo en una comunidad y orientado hacia Dios. ¿Su actitud vital? Entre risas, enigmas y preguntas un tanto filosóficas, fray Marc nos enseñó que la actitud vital del monje, deseable para toda persona humana, es esta: respirar, vivir con plenitud el presente… y dar gracias. 

Consciencia plena y gratitud a Dios: de aquí se deriva toda una arquitectura y una organización del tiempo y el espacio. A lo largo de nuestro periplo por las diferentes zonas del monasterio fuimos descubriendo cómo se manifiesta esta visión existencial, paso a paso.

El círculo y el cuadrado

¿Por qué los claustros son cuadrado?, nos preguntó el monje. ¡Buena pregunta! Tras aventurar algunas respuestas, entre lo obvio y lo filosófico, Fray Marc nos precisó que la forma cuadrada representa el ser humano: delante, detrás, un lado y otro. Es el cuerpo, finito y limitado. No podría ser circular, pues daríamos vueltas sin cesar ―el infinito― ni triangular, pues nos estrellaríamos en las aristas. En cambio, la fuente del claustro, donde el agua canta sin cesar, es circular, enmarcada por el cuadrado. El hombre finito contiene en sí una ventana hacia el infinito.

La elevación del gótico

¿Qué es lo primero que haces cuando entras en una catedral gótica? Mirar hacia arriba, respondimos, temiendo que tampoco esta sería la respuesta “correcta”. Nuestro guía replicó, y tuvimos que darle la razón: cuando entras en un templo gótico avanzas sin pensar dos veces hasta donde te lleva el mismo edificio, hasta el altar, ante el ábside iluminado por el sol naciente, allí donde se hace presente Dios.

Y el gótico, ¿sube o baja?, nos preguntó. De nuevo intentamos respuestas más o menos argumentadas. Asciende hasta lo divino, nos eleva, es un arte espiritual… El fraile se rio de nuestras presunciones místicas e intelectuales. Resulta que el gótico, en realidad, es un descenso. No es el hombre quien se eleva, sino Dios quien desciende hacia él. De las alturas a la tierra. Baja la gracia divina, pero sube, también, la alabanza del hombre que… toca de pies en tierra, respira, y da gracias. 

La  conciencia del siete

Nos detuvimos en la girola, detrás, y no delante, del famoso retablo de piedra de Damià Forment, una maravilla gótica que nuestro guía desmitificó: este altar, afirmó, rompe la armonía del conjunto de la iglesia pues tapa lo más importante, el fondo, el lugar por donde entra la luz. 

Allí, ante la capilla central, nos retó nuevamente. Y hablamos de números.

¿Qué es el uno? La unidad, dijimos. Pero el uno, más concreto, eres tú, soy yo. Es la persona. El hombre anclado en tierra, consciente.

¿Y el dos? Fray Marc casi me riñó cuando comencé con mis elucubraciones sobre el dualismo y la oposición de contrarios. ¡El dos es el otro!, contestó uno de mis compañeros. El tú y el yo. El dos, precisó el monje, son tus padres. Tú no has venido solo a este mundo: desciendes de dos.

¿El tres? La trinidad, salté. Fray Marc matizó: el tres sois tú y tus padres, la relación. Y sí, Dios, que es trinidad, es relación.

¿El cuatro? Es la persona, dijimos, recordando la lección del claustro. Y nos acercamos más. El cuatro es el cuerpo y la casa.

¿Y el cinco? Según fray Marc, el cinco son los demás: los hermanos, la comunidad. El cuatro es uno mismo, el cinco nos abre a la fraternidad con los demás. Cinco son las capillas que se abren en la girola de las iglesias góticas.

¿Qué significa el seis? El seis, con ese brazo que se alza sobre el círculo, es la relación abierta ya no solo hacia los demás, sino hacia el trascendente, hacia Dios. 

Y por último, ¿qué es la conciencia del siete? Ya no supimos qué responder. El siete simboliza la plenitud, dije tímidamente… ¿Y qué es la plenitud? Nuestro guía terminó de explicarlo: el siete es el hombre, uno e íntegro, anclado en tierra, relacionado con los demás ―el brazo transversal del número―, abierto al mundo y a la trascendencia. 

Libros y patatas

Poblet es conocido por su biblioteca. Los monjes, pese a su aparente aislamiento, viven muy conectados al mundo. La suya fue una de las primeras salas que tuvo ordenadores e Internet, en Catalunya. Gestionan una editorial, algunos monjes dan clases y conferencias, y su biblioteca, recuperada desde los años 40 tras las quemas y las destrucciones pasadas, cuenta con más de ciento cincuenta mil volúmenes. 

La regla de San Benito prescribe varias horas de lectura y estudio y, ciertamente, la imagen que solemos tener de los monjes es la de personas muy intelectuales. Pero nuestro guía nos mostró que eso no es, en absoluto, lo más importante. Y nos contó el caso de un joven novicio que llegó un buen día al monasterio con dos maletas enormes cargadas de libros. ¿Por qué llevas todo eso?, le preguntó Fray Marc, cuando quiso ayudarlo a llevarlas hasta su celda. Me gusta mucho leer, contestó el muchacho. Al día siguiente, el abad lo envió a sacar patatas a los campos del monasterio. Y así un día tras otro, trabajando duro y conversando con los labradores, hasta que el joven se dio cuenta de que había más sabiduría en las frases parcas de un hombre de campo que en muchos de los libros que había idolatrado.

¿Dónde está el monasterio más importante?

Tras visitar la iglesia y el claustro, la sala capitular, el antiguo dormitorio, el refectorio y la biblioteca, fray Marc nos llevó a una sala con bóveda de arista donde vimos una maqueta de Poblet que los alumnos de una escuela construyeron y regalaron al monasterio. Una curiosa maqueta que nos permitió ver el conjunto arquitectónico sin tejados. Entonces nuestro guía nos preguntó: ¿dónde está el monasterio más importante de Catalunya, aparte de Poblet?

Y de nuevo nos perdimos en conjeturas, ante la sonrisa pícara del fraile. Surgieron varios nombres sin éxito. ¿Dónde está ese monasterio? ¿Dónde?

Sois vosotros, nos dijo fray Marc. Cada uno de vosotros es un monasterio viviente, donde Dios habita, mucho más importante que este montón de piedras que acabáis de visitar. 

Nos quedamos de piedra. Y sí, pensé, ¡cuánta verdad en esta última lección del monje! Somos piedras vivas, habitadas por la divinidad. Y toda la paz, todo el silencio, toda la gratitud y la alabanza están dentro de nosotros, sin necesidad de retirarnos del mundo, siempre que lo queramos. Incluso en medio de la vorágine de una gran ciudad. 

Mirando la maqueta, bajo el palmeral de piedra y en el silencio de aquel lugar, comprendí que un monasterio, en realidad, no es otra cosa que la proyección, en piedra, de la realidad del ser humano: con los pies en tierra, abierto al mundo, a los demás y a Dios, respirando y dando gracias.

Ahora lo has resumido perfectamente, me dijo Fray Marc. Por eso, dije, cuando uno viene a un monasterio se siente tan a gusto. Porque está en armonía con lo que es y con todo lo que le rodea. Y él respondió: así es.

jueves, 20 de junio de 2013

Milagros y el misterio del dolor



El otro día, en nuestra sesión de lectura bíblica, el animador nos propuso leer y comentar dos milagros de Jesús relatados en Lucas 5, 12-26: la curación de un leproso y la curación de un paralítico ―el famoso episodio en que los que llevan al paralítico lo tienen que entrar en la casa abriendo un boquete en el tejado―.

Quique, nuestro animador bíblico, nos comentó que explicar los milagros es una de las tareas catequéticas más difíciles. Y a partir de aquí comenzó una interesante conversación en la que surgieron interrogantes y respuestas que trataré de explicar.


Algo difícil de explicar

¿Por qué es difícil explicar los milagros? Y ya no solo a los niños, sino a los adultos. En primer lugar, porque las personas tenemos una tendencia a buscar la milagrería y lo prodigioso: nos atraen las curaciones inexplicables, ese halo de maravilla que rodea a los milagros atribuidos a santos, o a lugares como Lourdes y Fátima. Fácilmente lo vemos como una especie de magia. Y, en segundo lugar, porque es muy fácil caer en la tentación de creer que Dios es un mago dispensador de favores. Cuando pensamos que el milagro es fruto de la mucha fe, o de las muchas oraciones y sacrificios, la conclusión que sacamos es: si Dios no hace milagros con esta o aquella persona es porque no tiene bastante fe, o porque no se lo merece. ¡Algo habrá hecho! Si Dios no me cura es porque no he reunido méritos suficientes... Así, caemos en una actitud muy similar a la de los fariseos. Convertimos nuestra fe en mercantilismo religioso: yo te doy ―sacrificios, promesas, oraciones, limosnas― y tú me das ―la curación, el milagro, lo que te pido―.

Y Dios no es así. Jesús tampoco es un milagrero y no le gusta utilizar su poder para asombrar y maravillar. ¡La segunda tentación de Satán en el desierto iba por aquí! Qué fácil sería atraer a las multitudes con la promesa de un milagro seguro. Qué fácil manipularlas, someterlas, hacerlas fieles. Jesús rechaza todo esto.

Los milagros de Jesús

En tiempos de Jesús, como en todas las épocas, había taumaturgos. Jesús no era el único que sanaba. En el evangelio leemos en varios pasajes que otros personajes también curaban y expulsaban demonios. Pero los milagros de Jesús, explicaba Quique, tienen dos características. La primera, se dirigen siempre hacia las personas más pobres, más pecadoras, más marginadas. Y, en segundo lugar, nunca son un puro prodigio, sino un signo. No tienen un sentido social, como lo pueda tener la labor de los misioneros, sino un significado teológico. El perdón del pecado está a menudo asociado al milagro. El mensaje es: Dios padre ama a los más débiles. A los más pecadores. A los más alejados. Los milagros de Jesús no son magia, sino manifestación del poder y la compasión de Dios.

Quizás el milagro más grande no sea pedir la curación, sino la fuerza para aceptar nuestros límites y la alegría para sobrellevarlos y aprender de ellos. Hágase tu voluntad: pronunciar esta frase de corazón, aceptando lo bueno y lo malo que nos sucede, poniéndonos en manos de Dios, es un milagro. Toda nuestra vida es tiempo de aprendizaje. Y la gran lección de la vida es aprender a amar.

El misterio del dolor

Nos decía Quique que el misterio del dolor es aún más difícil de explicar que el misterio del mal. ¿Cómo explicar el sufrimiento de un niño, una enfermedad terrible o un accidente que nos parece tremendamente injusto? 

No podemos comprenderlo todo. Y a Dios es imposible captarlo con nuestra mente limitada. Dios no explica el dolor, pero sí hace algo. Dios no da razones del por qué, pero extiende sus brazos en la cruz, sufre como humano y muere con nosotros. Dios asume el dolor del mundo.

Y resucita. Esta es su respuesta.

jueves, 13 de junio de 2013

Dejarse amar

En su homilía el viernes pasado, día del Sagrado Corazón de Jesús, el Papa Francisco hablaba de la importancia del dejarse amar por Dios. Señalaba, con su fina agudeza psicológica, que a menudo pensamos que lo más grande y lo más heroico es amar, hasta dar la vida si es necesario. Pero, en ocasiones, decía, lo más grande, lo más difícil y lo más hermoso es dejarse amar. 

¡Dejarse amar, acariciar, por Dios! Con estas palabras del Papa recordé que cristiano, literalmente, significa ungido. Ungido, acariciado, mimado por Dios. ¿Somos conscientes de lo que esto supone para nosotros? ¿Cómo podemos seguir viviendo tristones y pesimistas, sabiendo que somos tan amados por el Amor de los amores? ¿Llegaremos a sentir, a experimentar algún día, este amor tan grande? 

En nuestra parroquia el P. Joaquín predicaba que somos mirados, tocados, acariciados por Dios. Pero Dios hace algo más que tocarnos: se nos hace alimento, se mete en nuestro cuerpo, se desliza hasta nuestras entrañas, como pan suave y delicioso, para convertirse en sangre de nuestra sangre. ¿Podemos imaginar intimidad mayor, más grande, más milagrosa? Saber esto ¡debería transformarnos radicalmente! Y hacernos irradir gozo y alegría. 

Explicaba Santa Teresita que ella, en sus ratos de oración soledosa, no hacía nada. «Simplemente me dejo amar». ¡Qué lección! Y es que sí, resulta que, al final, va a ser más difícil dejarse amar. Dejarse amar por un Amor tan grande que no puede dejarnos indiferentes. Es más fácil no ser tan amados, no dejar que Dios nos dé tanto, no sea que tengamos que responder, ¡qué espanto!, y devolverle algo de ese amor. 

Un gran teólogo decía algo estremecedor. Hay personas que no soportan tanto amor. Sea por el miedo, por el orgullo, por el afán de retribuir y no “deber nada a nadie”, por su voluntarismo o por su desconfianza en la bondad, tienen el alma pequeña y frágil. Su morada interior está quebrada y el peso de un amor tan grande las hiere, las aplasta y las sofoca. No pueden resistirlo y se alejan del amor, o se cierran. No creen que Dios las puede curar. En realidad, lo temen. Aún lo ven antes como juez que como padre. Tremendo pero cierto. Es necesario tener el alma grande para dejarse amar. Grande... o quizás mejor dicho, abierta. Porque es Dios quien, suave, como una caricia, la hará grande. Como decían los místicos: él es quien dilata nuestro corazón. Él es quien lo hace fuerte, tierno, ardiente, y amplio para contener el mar entero de su amor.

lunes, 3 de junio de 2013