jueves, 27 de diciembre de 2012

La fe que mueve montañas

Jesús les respondió: Os aseguro que si tenéis fe y no dudáis, no solo haréis lo que yo acabo de hacer con la higuera, sino que podréis decir a esta montaña: levántate de ahí y arrójate en el mar, y así lo hará. Todo lo que pidáis en la oración con fe lo conseguiréis. (Mt 21, 21-22)

Cuando leemos este pasaje, en seguida se nos hace evidente nuestra falta de fe. O quizás nos parecen palabras inalcanzables, casi mágicas, o simbólicas. ¿Es posible obrar tales prodigios? Jesús podía, sí, porque era Dios, pero nosotros…

Y, sin embargo, Jesús nos asegura que con fe podríamos hacerlo. En un pasaje evangélico dice que sus discípulos harán cosas «aún mayores que él». ¿Nos está enredando o nos habla en clave?

El evangelio nos da pistas. Sus discípulos, hombres de carne y hueso, cargados de defectos, como nosotros, pudieron. En su momento, curaron enfermos, expulsaron demonios e incluso de San Pedro se cuenta que resucitó a un muerto, durante sus andanzas apostólicas. Podemos. Porque el poder de Dios no nos está vedado. Somos nosotros quienes le ponemos obstáculos y barreras con nuestra falta de fe.

En todo caso deberíamos preguntarnos cuántas cosas podríamos mejorar en nuestra vida diaria, contando con la ayuda de Dios y una fe inquebrantable, y cuántas cosas dejamos de hacer simplemente porque antes de intentarlo ya nos damos por vencidos. Pero la fe pide coraje. Y pide confianza sin límites. Pide saber caminar a oscuras, sin ver lo que sucederá. Es, quizás, ese gesto confiado de «lanzarnos al vacío», sabiendo pero sin saber, creyendo sin certezas. No a ciegas ni a locas, porque sabemos que Dios todo lo puede, pero no tenemos la evidencia científica, la seguridad, la garantía que tanto nos gusta reclamar desde nuestra mentalidad positivista y cobarde.

Creamos. Y sepamos esperar, porque algunos frutos piden tiempo para madurar. Lo que es de Dios florecerá un día u otro, en su momento, cuando él lo vea más oportuno. Y siempre será para nuestro bien.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Fe y salud


Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados». (Mt 9, 2)
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: «Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado». Y desde ese instante la mujer quedó curada. (Mt 9, 22)
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó: «¿Creéis que yo puedo hacer lo que me pedís?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como habéis creído». (Mt 9, 28-29)
Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada. (Mt 15, 28)

En los evangelios se relatan muchos milagros de Jesús. En todos estos relatos aparecen tres elementos: la súplica del enfermo, la respuesta de Jesús y la fe. Jesús insiste una y otra vez que es la fe la que salva, y siempre pregunta al enfermo qué quiere, antes de curarlo.

Los médicos conocen bien el llamado efecto placebo y el impacto de la sugestión en la salud; muchos terapeutas nos hablan de la fuerza del pensamiento y su capacidad curativa. Todos hemos oído aquel viejo dicho: querer es poder.  Alguien dijo: piensa sano y lo estarás. ¿Es tanta la fuerza de nuestra mente y de nuestra voluntad?

Jesús así lo afirma, aunque él habla, en concreto, de la fe. Creer en lo que todavía no es, creer en lo que se desea, poner toda la confianza en que eso ocurrirá, parece acelerar o precipitar el cambio, la curación. Pero en el evangelio no se nos habla de la fe en cualquier cosa o persona, sino de fe en Jesús. Quienes acuden a él para ser curados no confían en sí mismos ni en sus propias fuerzas, sino en él, ese hombre que mira a los ojos y que transforma el alma de aquel a quien mira. El hombre que desprende amor de Dios por todos sus poros. El hombre cuyas manos abren el cielo y colman de bendición.

Los milagros, dicen algunos teólogos, siguiendo fielmente el texto evangélico, son signos del Reino de Dios. La salud es propia de este Reino. Dios nos quiere sanos, libres, en la plenitud de nuestras capacidades. La liberación de la enfermedad, tantas veces ocasionada por un alma rota o un corazón herido, es una parte de este Reino.  

Por eso, tener fe en Jesús, tener fe en Dios, produce milagros. No por nuestras fuerzas ni por el poder de nuestra mente, sino porque nos convertimos en canal abierto, fuente por donde desciende una fuerza y un poder bienhechor mucho más grande que nosotros mismos, del que somos recipientes y transmisores. ¿Cómo adquirir esa fe tan grande? Yendo a la fuente. Y llegar a la fuente pide emprender un camino, una búsqueda, y también pide una sed. Solo quien está sediento ―deseoso― y quien se sabe pequeño y enfermo ―necesitado― tendrá el ánimo suficiente para alcanzar ese manantial del que brota la Vida con mayúscula. Allí verá su deseo colmado y su alma quedará sana.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Ve y que suceda como has creído

El sacerdote Eugeni Mª Portusach ha hecho unas recopilaciones de frases de los cuatro evangelios sobre la fe, con motivo de este Año de la Fe que estamos celebrando. Nos invita a leerlas «despacio, meditando si esta es la fe que vivo». Así que, agradeciendo su aportación, las iré anotando en este blog con algunos comentarios y reflexiones personales.

Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían:
—Os aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso os digo que muchos vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados fuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes.
Y Jesús dijo al centurión:
—Ve y que suceda como has creído.
Y el sirviente se curó en ese mismo momento.
El fragmento corresponde a la curación del hijo del centurión, un milagro «a distancia», provocado por la fe del centurión que se presenta ante Jesús y le dice que no es digno que entre en su casa.

Son varios los pasajes evangélicos en los que Jesús señala la fe de los extranjeros, los paganos, los que no pertenecen al pueblo elegido por Dios. Pero en este fragmento rompe del todo el elitismo y arremete contra cualquier complejo de superioridad moral de los judíos respecto a las demás naciones. Vemos que para entrar en el Reino de los Cielos no hace falta abrazar unas prácticas religiosas ni pertenecer a un grupo concreto: basta la fe. Una fe limpia, confiada y atrevida como la del centurión, que no dudó un instante que la sola palabra de Jesús podría curar a su criado.

Este evangelio nos puede servir de recordatorio a los cristianos de hoy, que quizás hemos caído en el fariseísmo del pueblo de Israel. Como somos creyentes, vamos a misa y cumplimos los mandamientos y las normas cívicas más básicas, a lo mejor ya nos consideramos superiores al resto de mortales y pensamos que, con esto, nos «ganamos» el cielo. No caigamos en la tentación de pensar así. Cuando Jesús dice que «muchos vendrán de Oriente y Occidente» no solo se refiere a los extranjeros inmigrantes que vienen a nuestro país, sino también a personas que nos parecen muy alejadas de la Iglesia y de nuestras comunidades. Personas a las que, quizás, tachamos de pecadoras, perdidas, alejadas. Personas que no piensan como nosotros, que no practican, que ignoran muchos aspectos de nuestra doctrina y que, incluso, no creen en Dios como creemos nosotros. Pero tienen fe. Fe en la humanidad, fe en las personas, fe en la bondad y en el amor. Esa fe los hace coherentes y solidarios. Y esto, a los ojos de Dios, es lo que cuenta.

Si un centurión romano, ajeno a la fe de Israel, creyó tan absolutamente en Jesús... ¿Cómo no vamos a creer nosotros?