lunes, 29 de octubre de 2012
viernes, 26 de octubre de 2012
viernes, 12 de octubre de 2012
Dos relatos sobre la Creación -1-
El primer libro de la Biblia, el Génesis, se
inicia con dos relatos paralelos sobre la creación del mundo y del ser humano.
Son dos relatos míticos, inspirados en tradiciones muy antiguas, cuya finalidad
es religiosa. Es decir, más que describir de manera rigurosa ―hoy diríamos
científica― cómo se originó el mundo y la vida, pretenden dar un significado,
un sentido, a la realidad del mundo y de la existencia humana.
Los dos primeros capítulos del Génesis nos
presentan dos visiones sobre el universo y el hombre, sobre las cuales se
desarrolló una fe, la del pueblo judío, y una cultura. Esta fe y esta cultura
son una de las raíces de la civilización occidental y su influencia perdura
hasta hoy.
El primer relato
El Génesis empieza con una narración poética
sobre cómo Dios creó el mundo a partir de un caos de aguas primigenias. Su
espíritu flota sobre las aguas. Con su voz y su palabra, separa las aguas,
separa la luz de la tiniebla y comienza a crear los seres vivientes que pueblan
la tierra y el aire. Finalmente, crea al ser humano.
Este relato de la Creación es el último que se
escribió, en orden cronológico. Posiblemente es uno de los fragmentos más
modernos de la Torá. Los académicos lo atribuyen a la escuela sacerdotal o
«fuente P», una de las cuatro que nutren el material escrito del Pentateuco. Si
se lee el texto con voz pausada, efectivamente podemos captar ese tono
dramático y solemne propio de una
oración litúrgica. La cadencia de las frases, las repeticiones a modo de
estribillo: «Y Dios vio que era bueno», incluso el orden y el paralelismo
interno entre los seis primeros días y lo creado en ellos, forman una
estructura perfecta.
Día 1. Separa el día
de la noche.
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Día 4. Crea los
astros.
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Día 2. Separa las
aguas y el aire.
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Día 5. Crea aves y
peces.
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Día 3. Hace surgir
la tierra firme, la hierba y las plantas.
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Día 6. Crea los animales
y el hombre, que se alimentarán de las plantas.
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Día 7. Descansa.
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Los autores de este relato tampoco partían de
cero. Recogían antiguas tradiciones religiosas de los pueblos con los que
Israel convivió durante siglos. Podemos trazar algunas semejanzas y diferencias
entre Génesis 1 y el conocido poema Enuma
elish, que literalmente significa «En el principio», de tradición
babilónica. Con estas mismas palabras se inicita también el Génesis, que en
hebreo lleva el título B resit, que
significa lo mismo.
Tanto en Génesis 1 como en el Enuma elish el origen de todo es un caos
acuático. Las aguas turbulentas son una imagen viva de ese mar primigenio de
donde surge la vida. Pero, así como en el poema babilónico de las aguas surgen
monstruos, genios y dioses que pelean entre sí por el dominio del mundo, en la
Biblia encontramos a un Dios solo, con su espíritu, que crea mediante la
palabra.
Los dioses del Enuma elish crean a los humanos para que sean sus sirvientes. Y
llega un momento en que los humanos se multiplican tanto y se hacen tan
ruidosos que el rey los dioses, irritado, decide destruirlos y envía un gran
diluvio o inundación (esto se narrará en otros relatos). Un hombre y su familia
se salvarán de la catástrofe, embarcándose en un arca que flotará sobre las
aguas. Esta parte del relato inspirará la historia de Noé, que en la Biblia
revestirá un significado muy distinto.
De la mitología del Enuma elish se desprende una cosmovisión y un orden social: de la
misma manera que los dioses se pelean, se organizan y finalmente acatan y obedecen
a un jefe, los hombres también se organizan y obedecen a un rey-sacerdote, al
que se someten. El poema refleja y legitima la estructura de una sociedad
fuertemente jerarquizada.
De Génesis 1 se desprende una cosmovisión y,
sobre todo, una visión del ser humano, radicalmente diferente. El hombre es el culmen
de la creación, el último ser creado. Y no ha sido creado para ser el esclavo
de Dios, sino que este lo ha formado «a su imagen y semejanza», similar a él
mismo. Esta es la distancia entre el
hombre y Dios: la de creador y criatura, la de artista y obra. No hay sumisión,
esclavitud ni jerarquías humanas. Además, el creador se preocupa por su
criatura y pone a su disposición la naturaleza para que viva en ella y se
alimente de sus frutos. Aquí podemos atisbar un inicio de antropocentrismo: la
creación es un jardín que Dios planta para colocar en él a su criatura
predilecta. También podemos ver en este relato la importancia y la dignidad del
ser humano, comparable al mismo Dios. Por tanto, comparte con él algunas de sus
características: es libre, es creativo, es responsable.
Finalmente, un aspecto crucial de este relato
es que Dios crea al hombre sexuado: «hombre y mujer los creó». De una frase tan
sencilla podemos extraer dos consecuencias trascendentales. Por un lado, está
equiparando en importancia a ambos. Ambos son semejantes a Dios. No hay uno que
esté por encima del otro. Es, quizás, el relato más antiguo donde se pueda
hablar de «igualdad de sexos». Teniendo en cuenta que fue escrito en una época
y en un entorno cultural donde había una fuerte discriminación hacia la mujer,
esta frase es notoria. Por otro lado, nos indica que es la unión, hombre-mujer,
y no el individuo aislado, lo que más se asemeja a Dios. Sugiere que hombre y
mujer han sido creados para estar juntos, para unirse y hacer realidad un
proyecto vital y creador. Nos habla de la naturaleza solidaria del hombre, de
su necesidad y su capacidad para amar y ser amado. Nos indica que la plenitud
humana se encuentra en el amor, en la entrega del uno al otro. La imagen más
transparente, pura y certera de Dios es la unión amorosa entre un hombre y una
mujer.
De esta manera, Génesis 1 nos explica qué
sentido tiene el mundo, como hogar y sustento del ser humano, cuál es la
vocación del hombre, llamado a ser libre y a vivir una relación armoniosa con
la naturaleza y sus semejantes, y finalmente el relato recuerda que es
necesario dedicar un tiempo a Dios, al descanso y a la fiesta. Posiblemente
Génesis 1 sirvió como relato etiológico para explicar el origen del sabbath
judío. Pero el valor antropológico del sábado como día festivo, de descanso, de
encuentro con los demás y de gratitud hacia el Creador, no deja de tener
vigencia hasta hoy.
jueves, 11 de octubre de 2012
Dos relatos de la creación -2-
La mujer, iniciadora
Génesis 2 es un relato mucho más antiguo que
el primero y enlaza con otras viejas tradiciones orientales. En concreto, se
han trazado muchos paralelismos entre esta narración y el poema de Gilgamesh.
El segundo capítulo del Génesis nos da otra
versión de la creación, no tanto contradictoria, sino más bien complementaria de
la primera, con diversos elementos apasionantes para profundizar. En él se
relata la famosa creación de la primera mujer, Eva, a partir de la costilla de
Adán. El hombre cae en un sueño profundo, inducido por Dios. Mientras duerme,
Dios le extrae una costilla y con ella modela a la mujer. Cuando Adán se
despierta y la ve queda extasiado y exclama: «¡Esta es hueso de mis huesos y
carne de mi carne!» Con lo cual está diciendo que la siente tan suya, tan
íntima, como su propia sangre. Y la ama.
Pero veamos en más detalle lo que ocurre en
este relato y comparémoslo con el poema de Gilgamesh.
En Génesis 2 encontramos a un hombre solo en
medio de una creación maravillosa que Dios ha puesto a sus pies. Le ha dado
incluso el encargo de nombrar a todos los animales, una manera poética de decir
que lo ha constituido en amo de la naturaleza y responsable de ella. Pues el
nombre, en las culturas antiguas, encerraba el espíritu. Quien da el nombre, es
amo y poseedor.
Pero el hombre, en medio de su paraíso exhuberante,
está solo. Y Dios cavila: «No es bueno que el hombre esté solo». Efectivamente, el ser humano no está hecho
para la soledad. El aislamiento lo aliena, lo hace extraño a sí mismo, huraño y
salvaje. Lo deshumaniza.
En el Gilgamesh
ocurre algo parecido con un hombre que vive solo entre las bestias del bosque.
Se trata de Enkidu, una especie de «buen salvaje» inocente y primitivo. Los
dioses decretan que Enkidu sea el amigo y compañero del rey Gilgamesh. Pero,
antes, deben civilizarlo. Y para ello le envían a una mujer.
Dios en el Génesis envía a Eva para que sea la
compañera y ayuda del hombre. Los dioses en Gilgamesh
envían a una meretriz experta para que humanice al buen salvaje y le enseñe a
vivir en sociedad.
¿Qué encontramos aquí? La figura de la mujer
como maestra, acompañante e iniciadora del hombre. Dicen los teólogos que Eva
enseña a Adán qué es ser hombre, y qué es el amor. Le enseña su verdadera
naturaleza: sociable, abierta al otro, anhelante de amor y capaz de amar.
También la iniciadora de Enkidu le enseña la humanidad al salvaje, mediante el
sexo. Y lo prepara para ir a la ciudad. Sin embargo, hay un tinte amargo en
este relato. Al volverse civilizado, Enkidu pierde el vínculo que lo unía a la
naturaleza. Ya no volverá a correr entre los ciervos; sus amigos, los animales,
cuando lo vean huirán asustados. La armonía primigenia entre hombre y
naturaleza se rompe.
La vida y la muerte
En Gilgamesh
la historia prosigue con el encuentro de Enkidu y el rey, su amistad y las
muchas aventuras que corren juntos, hasta la muerte de Enkidu y el largo
periplo de Gilgamesh en busca de la flor que otorga la inmortalidad. Gilgamesh
llora a su amigo muerto y se arriesga para recoger la deseada flor. Pero,
finalmente, una serpiente le roba la flor y la pierde para siempre. Gilgamesh
regresa a su ciudad entristecido y resignado, comprendiendo que la naturaleza
humana es mortal y que nada puede hacer por evitar su destino. La única manera
de vencer la muerte es perdurar en la memoria de los vivos a través de grandes
gestas y obras arquitectónicas que dejen huella en las generaciones venideras.
En Génesis 2 también aparece el tema de la
muerte como realidad inevitable que aguarda a todo hombre. Pero la explicación
de por qué el hombre ha de morir es bien diferente. Aquí no se trata de un
fatalidad inexorable, sino del fruto de una desobediencia. Y la desobediencia
implica que, previamente, existe la libertad.
Muchos autores ven en la escena de la manzana
un paralelo a la iniciación erótica de Enkidu por parte de la mujer. La manzana
y el hecho de comerla podrían, según algunos, ser un símbolo del acto sexual.
Pero en Génesis 2 morder la manzana reviste un significado que sobrepasa la
mera iniciación sexual. El tema crucial aquí no es el sexo, sino el
conocimiento y el poder.
Las interpretaciones de este texto son
múltiples y variadas. En su inicio se asemeja mucho a las fábulas
protagonizadas por animales astutos. La serpiente tienta a la mujer ―la
iniciadora del hombre, la maestra― y esta implica al hombre en su decisión de
comer. Cuando los dos son descubiertos, se avergüenzan de su desnudez y se
ocultan a los ojos de Dios.
¿Qué prohibió exactamente Dios? ¿Por qué? Y,
¿qué ofrece la serpiente? Si seguimos literalmente, frase por frase, el relato,
veremos ciertas sutilezas que no deben ser ignoradas.
Dios prohíbe al hombre comer del fruto del
árbol del conocimiento del bien y del mal, pues el día que lo haga, morirá
(Gén. 2, 16-17). Pero luego, cuando la serpiente pregunta a Eva, esta añade
algo: «Dios ha dicho que no comamos ni toquemos siguiera [el árbol], porque
moriríamos». ¿Por qué Eva añade ese “tocar”?
La serpiente responde que no morirán, y que el
día que coman de ese fruto se les abrirán los ojos y conocerán el bien y el
mal. Y está diciendo la verdad... aunque luego veremos que dice una verdad a
medias, como animal astuto que es.
Múltiple ruptura
Efectivamente, Adán y Eva comen. No mueren ―no
de inmediato― y se les abren los ojos. «Entonces vieron que estaban desnudos».
La iniciación del buen salvaje, su ruptura con la naturaleza y el paso al mundo
civilizado se dan aquí de golpe con ese abrir de ojos que les hace ver que
necesitan vestirse.
Pero la desnudez es mucho más que
primitivismo. Es inocencia, es sinceridad, es comunión. Ante el amado, el
amante puede desnudarse. Ahora, algo se ha roto. Desapareció ese amor
incondicional y limpio. Desapareció la transparencia. Se murió la confianza.
Tienen que vestirse y esconderse de Dios.
Cuando Dios descubre lo ocurrido y reprende al
hombre y a la mujer, sentencia su futuro. Sus frases lapidarias, que suenan
como una condena, no son más que un vivo retrato de la realidad humana. El
hombre rompe con la naturaleza ―«establezco enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje y el suyo»―, las relaciones entre hombres y mujeres estarán
regidas por el deseo y la dominación ―«Tu deseo te impulsará hacia el hombre, y
él te someterá», la naturaleza dejará de ser una amable proveedora y el hombre
tendrá que trabajar y penar toda su vida para sacar su alimento ―«comerás el
pan con el sudor de tu frente»―. Y, finalmente, perderá su inmortalidad: «eres
polvo y al polvo regresarás».
Desde un punto de vista meramente literario,
este relato es una fábula que nos explica el origen y la naturaleza del ser
humano, tal como ha sido a lo largo de la historia y tal como, todavía, es hoy.
El engaño de la serpiente y el castigo de Dios son los causantes de que todo
sea así. Pero aquí no hay una fatalidad ciega, como en el poema de Gilgamesh,
sino la consecuencia de una pugna entre la voluntad divina y la libertad
humana. De esa lucha salen la muerte, el dolor y la ruptura del hombre consigo
mismo, con la naturaleza y con sus semejantes.
El drama de la libertad
Desde un punto de vista teológico, sin
embargo, hay más. Génesis 2 no es solo un relato sobre la vida y la muerte,
sino un relato sobre la libertad.
Vemos que Dios otorga al ser humano muchos
poderes: de hecho, pone el mundo entero en sus manos. Y antes comentamos que,
al hacerlo semejante a él, también lo hace libre. Pero, ¿cómo hacerlo libre si
no le da la opción de elegir? Por eso le impone una prohibición. ¿Lo está
probando? ¿O le está abriendo las puertas a que decida libremente?
Algunos teólogos señalan que Dios es Amor. El
hombre, semejante a él, es un ser capaz de amor. Pero no lo será si no es
plenamente libre. Para amar, al igual que para romper, es necesaria la
libertad. Otorgando al hombre esta facultad, Dios lo arriesga todo: sabe que si
no es libre no podrá amar de verdad, pero también sabe que siendo libre puede
elegir no amar y rebelarse contra su creador. Aún y así, corre el riesgo. Y
asume las consecuencias.
El hombre decide, libremente, romper. Sea por
orgullo o porque es engañado, elige ser «como Dios» pensando que quizás se
convertirá en un dios. Esta es la falacia de la serpiente. Y esta es la sabiduría
y el realismo profundo que encierra Génesis 2. Hay un deseo de divinidad en el
ser humano. Pero ser «como» Dios no equivale a ser Dios mismo. En su ebriedad,
el hombre rompe con Dios y se erige en dios de sí mismo. Luego, en su lucidez,
el hombre es consciente de lo que ha hecho ―se le abren los ojos―. Desde
entonces, su vida será una huida y una búsqueda de Dios, un temer y un desear, un
luchar y un alejarse, un anhelo de plenitud, de inocencia y de eternidad
perdidas. Pero Dios no dejará desprotegida a su criatura. No permitirá que ese
vínculo roto desaparezca. Seguirá velando por ella ―toda la Biblia es un relato
de amores tormentosos y apasionados entre Dios y el ser humano―, interviniendo
en su historia a través de hombres y mujeres que buscarán su amistad. Muchos
lucharán por recuperar su identidad más profunda, por regresar a su raíz, al
mismo corazón de Dios.
Y, en un momento dado, en la historia, Dios decidirá
implicarse a fondo y directamente con el destino de sus hijos. En la teología
cristiana, ese momento llegará con la encarnación de Jesús.
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