sábado, 7 de enero de 2012

Creer o no creer

En estas últimas semanas he estado escuchando las charlas que el P. Rainiero Cantalamessa dirigió al Papa y a la curia romana durante el Adviento 2010. Trataban sobre algunos de los escollos mayores para la evangelización hoy, concretamente: el cientificismo ateo, el secularismo y el racionalismo. Estas charlas, profundas y a la vez amenas, y la lectura de la nueva sección sobre ciencia y fe, del semanario Catalunya Cristiana, me han despertado algunas reflexiones sobre la viejísima polémica ciencia – fe que parece que, hoy, está reavivada.

Un estéril enfrentamiento

Recuerdo que la primera persona que me explicó la teoría de la evolución de Darwin, mucho antes de estudiarla en el colegio, fue mi madre. La misma que, cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, nos enseñó a rezar y nos explicaba la vida de Jesús cada noche, en capítulos, como el más maravilloso de los relatos y fuente de sabiduría moral. Explicarnos la Biblia y los avances de la ciencia no supuso ningún problema ni una contradicción para ella.

Pienso, como tantos otros creyentes, que es una lástima que se dé esta confrontación entre fe y ciencia, y entre fe y razón. En realidad, es una confrontación forzada que pisa sobre falso. Porque siempre ha habido científicos creyentes y personas que, amando la ciencia, no han visto en ella ningún obstáculo para seguir viviendo su fe.

Uno de los errores que sostienen este dilema fe – ciencia es tratar ambas como dos formas de saber equivalentes, cuando no lo son, ni se pueden comparar.

La ciencia, basada en la experimentación por los sentidos y en la razón, intenta explicar cómo es el mundo. Es un sistema de datos, leyes y métodos, aplicado al mundo visible ―materia y energía―. Está ordenado y sujeto a modificaciones a medida que se amplía el saber.

La fe ―me refiero a la fe que conozco, la cristiana― no es ni pretende ser un método científico. La fe es una creencia, vinculada a una revelación divina y a una apertura del espíritu. La verdad que revela ahí está, la misma a lo largo de los siglos. Y es algo trascendente, más allá de la realidad visible. No se puede demostrar matemáticamente. Tampoco es función de la fe describir cómo es el cosmos. Pero sí da respuestas a preguntas universales que siempre se ha hecho el ser humano: ¿por qué existo?, ¿por qué existe el universo?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?

En resumen, la ciencia intenta explicar cómo es el mundo; la fe responde a la pregunta del por qué o el sentido del mundo.

Si fe y ciencia se mantienen en sus respectivos campos, respetuosamente, no solo no se “molestan”, sino que pueden complementarse y reforzarse. De la misma manera que en una persona no podemos separar sentimientos y mente; alma y raciocinio, tampoco deberíamos alentar un divorcio entre dos formas de conocimiento que, siendo distintas, no tienen por qué estar enfrentadas.

Usurpaciones y reconciliaciones

El problema llega cuando una quiere invadir el campo de la otra. Durante siglos, la Iglesia pretendió abarcar con su doctrina y su pensamiento todo el campo del saber, y esta es una acusación que tiene buena parte de verdad, y que ha dado lugar a tristes casos de persecución (Galileo, Giordano Bruno y otros). Pero, al mismo tiempo, ha dado lugar a avances en el campo de la filosofía y otras disciplinas, con lo vemos en la escolástica medieval. También hay que reconocer que dentro de la misma Iglesia ha habido siempre hombres de ciencia (Alberto Magno, Copérnico, Bacon, Mendel… hasta llegar a Lemaître, quien formuló la teoría del famoso “big bang”) Estos hombres han investigado libremente y han expandido el campo del saber humano sin chocar con la fe. Hoy el Vaticano sostiene la Academia Pontificia de Ciencias, donde se reúnen científicos de todo el mundo, creyentes y no creyentes, lo cual demuestra que, por parte de la religión, esas diferencias han sido superadas.

Por parte de la ciencia, ha sucedido lo mismo. No siempre se ha mantenido en el terreno que le es propio. El cardenal Newmann hablaba hace un siglo de “la usurpación de la razón”, cuando ésta pretende explicar el hecho religioso sin respeto hacia sus principios y sin una experiencia íntima del mismo. El cientificismo se equivoca si pretende ocupar el lugar de las religiones tradicionales y responder a los interrogantes metafísicos del ser humano. Porque llega un momento en el que no puede, y así lo han reconocido científicos como Einstein. La fe y lo sagrado no pueden ser objeto de estudio científico porque, simplemente, no pueden ser observados con los sentidos, ni medidos, ni comprobados.

La ciencia nos ayuda a conocer el mundo y a desarrollar tecnologías que nos permiten una vida mejor ―basta pensar en las telecomunicaciones o en los avances de la medicina―. Incluso podría decirse que para el investigador la ciencia ofrece más que un campo de estudio: es el lugar donde proyectar su sed de saber y su creatividad, donde experimentar el gozo del hallazgo, del descubrimiento, del invento. Y ese impulso, ese estremecimiento… son, casi podríamos decir, sentimientos religiosos.

La fe, canalizada en cada cultura a través de las diversas religiones, también nos enriquece, porque es la que da un sentido trascendente a la vida y una fuerza interior que nos permite superar dificultades y traumas con mayor gallardía que si no creemos en nada más que el mundo terrenal y visible. La fe sostiene nuestros valores, nos impulsa a salir de nosotros mismos, a superarnos y a mantener ese empeño con entusiasmo.

El sentido de lo religioso

La fe también nos vincula, nos re-liga, ―de ahí el término religión, de religare― al mundo, a nuestra historia y a los demás. La fe nos hace sentirnos parte de un cosmos que nos da las raíces y a la vez el campo abierto para expandirnos y crecer.

Nuestra relación con el universo, desde la fe, ya no es la de una mota de polvo en medio de millones de remolinos de átomos, sino la de una criatura consciente capaz de admirar, conocer, amar y cuidar su entorno ―y no solo de explotarlo para vivir―.

La relación con la historia, desde la fe, adquiere un sentido. No nos sentimos fruto de un pasado azaroso, condicionados y herederos de un peso abrumador, familiar o social: descubrimos que hemos recibido mucho y que estamos llamados a desempeñar un papel, a dejar una huella, a dar algo de nosotros que estire y enriquezca la historia de la humanidad.

Y la vinculación con los demás, desde la fe, se ve empapada de algo más que instintos, intereses y sentimientos: queda traspasada por el amor, la generosidad, la libertad.

¿Tiene sentido hablar de Dios hoy?

Un día escuché a una persona afirmar que hoy ya no necesitamos para nada las religiones, porque simplemente con la ciencia ya tenemos respuestas. Es decir, que Dios sobra. No lo necesitamos y, como idea, es incluso peligroso, porque justifica la existencia de doctrinas y estructuras que no hacen otra cosa que manipular las conciencias para dominar a la gente.

Me quedé sobrecogida al escuchar este comentario, y más aún cuando cavilé que, seguramente, muchos son los que hoy piensan así. Sin duda, “la muerte de Dios” preconizada por Nietzsche y alentada por los filósofos de la sospecha ha calado hondo en nuestra cultura occidental.

¿Cómo responder a alguien que te lanza a la cara esta afirmación: “no necesitamos un invento como Dios”?

La primera reacción es muy subjetiva: pienso en mi experiencia personal, en la fe que ha crecido en mí, no exenta de altibajos y tormentas, pero siempre incrementándose, como algo íntimamente ligado a mi existencia. Pienso en mi relación con Dios, en cómo Él ha ido interviniendo en mi trayectoria… Para mí, no es una creencia, ¡sino una evidencia, día tras día! Pero me doy cuenta de que mis argumentos, siendo sólidos, son muy poco racionales para discutir afirmaciones así. Por otra parte, la respuesta típica “la fe es algo privado y personal, allá cada cual con lo que crea” tampoco me es del todo satisfactoria. Es cierto que es un don, ¡y además inmerecido!, y que jamás se puede imponer. Pero de ahí a encerrarla “en el armario” y ocultarla, casi como si fuera motivo de vergüenza… ¿Por qué no hablar ante otros, si se da la ocasión, de algo que para uno mismo es tan importante?

Las charlas de Cantalamessa me han ofrecido pistas muy valiosas.

De lo íntimo a lo universal

Habla Cantalamessa del sentimiento de lo numinoso, el sentido de lo sagrado, que se ha dado en todas las épocas y en todas las culturas del mundo. Esta experiencia, que puede ir desde una inquietud, o una emoción estética, hasta las más elevadas vivencias místicas, nos habla de algo intrínseco del ser humano. ¿No nos remite este sentimiento a algo que nos sobrepasa y que, al mismo tiempo, tiene una raíz en lo más profundo de nuestro ser? Que nuestro mundo occidental contemporáneo haya perdido el sentido de lo sagrado debería hacernos reflexionar: ¿no habremos perdido un tanto de humanidad, pese a tantos avances y progreso material?

Otro hecho universal es el anhelo de eternidad. El hombre tiene sed de infinito. La muerte, el terminarse, la aniquilación y la nada causan pavor. El ser humano aspira a vivir para siempre. Pensar que todo se acaba en la vida terrena no solo provoca una terrible angustia: cuanto nos sucede pierde mucho de su sentido si no hay una creencia en que algo nos trascenderá, algo de nosotros pervivirá y dejará su rastro.

Un psicoanalista ateo o un racionalista pueden argumentar: esta sed, este anhelo de vida eterna, son meras proyecciones de los deseos humanos. Creer que hay un cielo trascendente o un ser superior ―un Dios― que los satisface, no son más que invenciones, productos de la mente para autoconsolarnos. De la necesidad humana derivan la fe. ¿Y si fuera al revés?

¿Puede aspirar el hombre a algo que no tenga ya, latente, en su interior? Decía un teólogo que el hombre tiene sed porque el agua ya es parte de él: forma un setenta por cien de su cuerpo. Si aspiramos a la eternidad, ¿no será porque algo en nosotros es ya eterno?

Creer es un acto de libertad

La fe es un don, cierto. Pero es también una opción, una libre elección. Ante un hecho del que no tenemos evidencias ―si las hubiera, no hablaríamos de fe, sino de certeza― podemos elegir creer o no.

Los cristianos, por ejemplo, elegimos creer en el testimonio de unos hombres que, hace dos mil años, vieron, palparon y hablaron con su Maestro resucitado, Jesús de Nazaret. Ellos sí tuvieron la certeza, porque vivieron el encuentro real, y nosotros creemos en su testimonio. Así es como acogemos esa vida ardiente del Espíritu que sigue latiendo, desde entonces, en medio de las comunidades. No solo seguimos una doctrina, y tampoco somos una “religión de un libro”, como algunos afirman ―refiriéndose a la Biblia―. Nuestra religión nos une a una persona viva, Cristo, y, a través de él, a Dios y a los demás.

Por supuesto, hay quienes cuestionan ese testimonio y se burlan o nos compadecen por nuestra credulidad. Tampoco han faltado decenas de teorías para explicar que la Iglesia y la fe cristiana fueron un montaje inventado por unos cuantos judíos ávidos de poder y protagonismo. Me pregunto cuánto habría durado un invento tan estrafalario, basado en un hecho tan increíble como una resurrección y que, además, fuera mentira. Si lo fuera, podrían haber inventado una historia mucho más convincente y lógica… Dudo que ninguna religión hubiera durado dos generaciones de estar basada en puro humo, y menos aún teniendo a todos los poderes ―civil y religioso― en contra. Por otra parte, ¿quién arriesga su vida, hasta morir, por una idea que sabe falsa?

En cambio, jugárselo todo, como lo hicieron los apóstoles y muchos mártires, por amor a una persona, es algo que, humanamente hablando, aunque nos resulte asombroso y excesivamente heroico, puede comprenderse.

En todo caso, creer o no es un acto de libertad. Y esta libertad conlleva compromiso y una coherencia vital que, inevitablemente, flaqueará y deberá asumir continuos errores y fallos, ¡no somos perfectos! Quizás sea esto lo que haga tan incómoda la opción de creer…

La fe es un regalo, pero la persona también puede contribuir con su actitud. No vale pensar: Dios dispensa la fe a su capricho, a unos les toca, a otros no. Si a mí no me la dio… ¡mala suerte! No es así como funciona la cosa. Porque Dios reparte sus bienes “a justos y pecadores”, y hace llover su gracia sobre todos. Lo que ocurre es que nos respeta y nos deja elegir. La decisión consiste en abrirse o no, en acoger o no ese don. Como el sol, podemos dejar que entre en nuestra casa abriendo ventanas y postigos. Pero también podemos cerrar todas las persianas y vivir en la oscuridad, aunque afuera sea de día. En medio de las tinieblas bien podremos decir que es de noche, pues está oscuro y apenas se ve sin ayuda de lámparas artificiales. Pero sería propio de mentes cerradas imponer esa certeza cuando otras casas ―otras almas― deciden abrir sus puertas y dejan entrar, aunque solo sea por una rendija, la luz.