domingo, 30 de agosto de 2009

Como Cristo ama a su Iglesia

Hermanos, someteos unos a otros por reverencia a Cristo. Que las esposas se sometan a sus maridos como todos nos sometemos al Señor, porque el marido es cabeza de su esposa como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es como su cuerpo (… )
Y vosotros, maridos, amad a vuestras esposas, tal como Cristo ama a su Iglesia. La ama tanto, que se ha entregado a la muerte por ella…
Ef 5, 21-32

Este pasaje de la carta de San Pablo es quizás uno de los más controvertidos, que muchas personas utilizan para achacar al apóstol actitudes machistas y misóginas. También puede suscitar rechazo su expresión “someterse a”. En fin, es un texto polémico que, sin embargo, contiene verdades que vale la pena conocer y profundizar, con una lectura serena y libre de prejuicios. Para los cristianos, es un texto fundamental.

En primer lugar, los textos religiosos no deben leerse sin más, fuera de contexto y sin comprender su intención. Hay que situarlos en su momento histórico y cultural, en las circunstancias del personaje que los escribió y en su finalidad. También ayuda el conocer las imágenes y metáforas propias del autor para explicar una realidad espiritual que trasciende las meras comparaciones.

En segundo lugar, hay que separar el componente cultural del religioso; la cáscara, por así decir, el envoltorio que es propio de una época, para descubrir la médula del mensaje, que es atemporal y válida para todos los tiempos.

¿Misógino o defensor de la mujer?

San Pablo es hijo de su tiempo. En su época, los matrimonios eran contratos acordados entre las familias donde el amor y el romanticismo no tenían lugar. En todo caso, venían después. Las mujeres, tanto en la cultura hebrea como en la refinada griega o en la avanzada romana, que tanto valoramos, eran poco más que objetos, “reses” de ganado, propiedad que pasaba del padre al esposo. Sólo en casos excepcionales podían ser dueñas de propiedades y casas y gozar de una relativa libertad. Que San Pablo utilice la analogía de la sumisión de la esposa al marido se puede explicar, pues formaba parte de las costumbres sociales de su época. Si Pablo hubiera vivido hoy, seguramente no hubiera empleado esa imagen y tal vez se hubiera servido de otra, como la lealtad de un empleado a su empresa, o de un afiliado a su partido o a su club.

Pero justamente cuando habla del matrimonio humano, es donde San Pablo rompe con los moldes de la época y se muestra extraordinariamente avanzado a su tiempo. Les está diciendo a los maridos que amen a su esposa, con entrega, con pasión, hasta dar la vida por ella. Les insiste que la amen como a su propio cuerpo. Esto, en el siglo I de nuestra, ¡era muy novedoso! De cosa poseída, la esposa, según san Pablo, pasa a ser persona amada. Está transformando la concepción del matrimonio: de una relación de propiedad y posesión se pasa a una relación de amor y entrega mutua. En medio de las culturas de su época, esto era una auténtica revolución. De ahí no ha de sorprendernos que san Pablo tuviera a tantas mujeres entre sus seguidores y que les confiara a éstas importantes responsabilidades en las comunidades. Los estudiosos de los primeros siglos del Cristianismo recogen muchos testimonios de autores paganos: la impresión desde fuera es que la nueva fe era una religión de mujeres. Y no es de extrañar, pues fue la primera que equiparó la dignidad de la mujer con la del hombre, tal como ya apunta el Génesis.

¿Sumisión o adhesión?

Con la expresión “someterse unos a otros” y que la “Iglesia se somete a Cristo”, Pablo, que tanto predicó la libertad, tampoco puede referirse a esclavitud y obediencia ciega.

Ese sometimiento, en términos espirituales, debe leerse como docilidad y comunión de voluntades. Cuando una persona ama, no le importa ceder o adaptarse al ritmo del otro, del más débil, del que más lo necesita. En una comunidad cristiana, el poder no es la fuerza ni la imposición, sino el amor. Jesús lo mostró en la última cena, lavando los pies a sus discípulos, un gesto de servidumbre, y con su frase: “el que quiera ser primero, sea último y servidor de todos”. Con esta expresión Pablo nos explica que la dinámica en la Iglesia no ha de ser el afán de poder ni de sobresalir, sino el servicio a los demás.

Las personas que aman lo saben bien: no les importa posponer su propia voluntad o su deseo por el bien de aquellos que quieren. Y no es obligación ni abnegación exagerada. El amor hace ágiles los corazones y cualquier sacrificio o esfuerzo resulta llevadero.

Cristo y su Iglesia

Pero el gran tema que aflora en esta lectura, de principio a fin, es la relación entre Jesús y la Iglesia. Pablo recoge el significado de la pasión y la resurrección de Jesús: ama tanto a su Iglesia que se ha librado a la muerte por ella. ¿Quién tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos?

Amor es lo que une a Jesús a la Iglesia. Hoy, muchas personas dicen que creen en Jesús, pero no en la Iglesia. Consideran a Jesús un gran personaje, pero rechazan la Iglesia por su historia humana, tan llena de sombras. Incluso las modas, la literatura y algunos autores se empeñan en afirmar que la Iglesia fue un invento de San Pablo o de los apóstoles, que Jesús jamás quiso fundar algo así.

¡Qué error tan grande! Si la Iglesia, después de dos mil años de historia agitada y plagada de errores, continúa viva hoy, es porque no se trata de una invención humana ni de un montaje de cuatro judíos exaltados. La Iglesia es obra amada de Dios, es su familia. San Pablo va más allá: es cuerpo de Cristo. Él la fundó en sus inicios, cuando apenas era más que un grupo de doce galileos y unas cuantas mujeres. En ella volcó todo su amor, hasta dar la vida. Como humana, es pecadora y padece de todos los fallos y errores que aquejan a la humanidad. Pero como familia fundada por Jesús, es imperecedera y rebosa vida, porque su cabeza, su fundador, es el mismo Cristo, y su amor vence toda muerte, todo crimen, toda aberración humana. Si lo meditamos fríamente, es un milagro que la Iglesia naciera. Y lo es que siga viva. Pero, precisamente porque su existencia se arraiga en Dios, ese milagro continuará dándose cada día, y en cada nueva generación.

Por tanto, no podemos separar a Jesús de la Iglesia, por más que a muchos les pese. Es cierto que muchas personas han tenido experiencias negativas con algunos representantes de la Iglesia y es normal que a raíz de estas vivencias renieguen de la institución y desconfíen de ella. Pero hay que saber distinguir entre la parte humana y falible y entre la voluntad de Dios de formar una comunidad universal. ¿En qué grupo no hay problemas y conflictos? Todos tenemos defectos y podemos cometer errores. La Iglesia posiblemente es un cofre viejo y destartalado, pero el tesoro que contiene es luz de valor incalculable. Quizás ha sido infiel en muchas ocasiones, pero, pese a todo, ha transmitido hasta hoy un mensaje que renueva las culturas y da sentido pleno a la existencia humana. Es la barca desvencijada de Pedro, que, pese a todo, sigue albergando al mismo Cristo.

Un misterio muy grande

Sí, Pablo mismo lo dice, consciente de que la Iglesia, ya en sus orígenes, en sus primeras comunidades, era una familia conflictiva, diversa, a veces vacilante y pecadora: “Es un misterio muy grande, me refiero a Cristo y la Iglesia”.

Y, sin embargo, en ella podemos encontrar a Jesucristo. No a un Jesús complaciente, un poco esotérico e ideal, que no nos compromete, sino al Jesús que nos golpea con su dolor en la cruz, al Jesús que nos despierta del ensueño y nos dice: ¡Sal fuera! Déjalo todo, ven y sígueme. Ve y anuncia el evangelio. Al Jesús que dice: olvídate de ti mismo. Ama a tus enemigos. Amaos como yo os he amado.

Al Jesús exigente por su coherencia, al que muchos abandonaron y que se quedó solo en la cruz. Al Jesús que ama con tal fuerza que ni la misma muerte lo pudo matar definitivamente. Al Jesús que nos promete que quien se alimente de su palabra, tendrá la vida eterna, y no sólo después de la muerte, sino ya aquí, sobre la tierra.

Es un misterio. Y con misterio no hemos de pensar en algo enigmático, oculto o sólo accesible para iniciados… La Iglesia siempre descubre sus verdades. La unión de Jesús con su Iglesia es un misterio porque rebasa nuestra capacidad de comprensión. ¿Puede el amor sin límites explicarse con razonamientos lógicos?

No es necesario analizarlo todo con demostraciones científicas o matemáticas. Muchas realidades sobrepasan lo que podemos comprender. Pero sí podemos aceptarlas, porque están dentro de nosotros mismos. El amor es un misterio. La unión entre Cristo y la Iglesia lo es. Sólo puede entenderse si se comprende ―y se acepta― una donación tan grande que lleve a morir por amor, incluso cuando las personas por las que mueren parece que no lo merecen. San Pablo lo explica en otra carta: podemos encontrar a quien esté dispuesto a morir por un hombre o una causa justa. Pero, ¿quién morirá por un desgraciado, por un hombre injusto o un criminal? Jesús lo hizo. Si podemos entender este misterio con la inteligencia del corazón, entenderemos ese otro misterio, de Jesús y su Iglesia.

domingo, 16 de agosto de 2009

Cuando la pobreza es libertad

Santa Clara, luz en la Iglesia

El 11 de agosto celebramos la fiesta de santa Clara, una mujer que destaca, luminosa como su nombre, en la historia de la Cristiandad.

La historia de Clara y su vocación es hermosa y ha merecido muchas páginas, canciones e incluso películas de cine. La intrépida jovencita que huye de su casa, en medio de la noche, para abrazar la vida religiosa y seguir el ejemplo de pobreza evangélica de San Francisco, inspira y arroja un soplo de brisa fresca para nuestra fe. Pero, más allá de ofrecernos una historia bonita y ejemplar, Clara con su vida nos transmite un mensaje excepcionalmente actual, a las mujeres y a los cristianos de hoy.

El mundo que conoció Clara era un mundo inestable, sacudido por la guerra y las pugnas de poder entre señores feudales. También era un mundo culto —ella pertenecía a la nobleza de Asís—, un mundo que buscaba la belleza en la poesía trovadoresca y en el arte, en el refinamiento y en la cortesía. La Iglesia de la época era una institución poderosa, rica e involucrada en las luchas entre reinos y ciudades; muchas comunidades religiosas, lejos de ser ejemplo para los fieles, eran ostentación de lujo y poder. El evangelio de Jesús parecía quedar muy lejos de la realidad que envolvía a Clara… Y, sin embargo, en ella había una inquietud muy honda. Un día, escuchando predicar a Francisco, el joven que había abandonado su casa y sus bienes para lanzarse a vivir una experiencia insólita de pobreza evangélica, se dejó tocar el corazón.

Llevada por su amor a Jesús, fundó una comunidad, que con el tiempo sería la orden de las Clarisas, las damas pobres, como las llamaban Francisco y los suyos. En sus monasterios, la regla era vivir el evangelio cada día, amando y practicando la caridad entre todas las hermanas. Clara supo dirigir esta primera comunidad con firmeza y a la vez ternura, dando ejemplo con todas sus acciones al resto de mujeres que siguieron su camino. Viviendo en la pobreza, confiando tan sólo en la Providencia y con un talante muy humilde, llegó a ser consejera de obispos, sacerdotes e incluso papas, que la visitaron y quedaron impresionados ante la autenticidad de su vocación.

Qué nos dice Clara, hoy

El mundo del siglo XXI es muy diferente, pero comparte ciertas características con la Italia medieval en que vivió Clara. Por un lado, en Occidente estamos acostumbrados a gozar de la opulencia y de toda clase de comodidades. El dios de nuestras sociedades, sin duda, es el dinero. El paraíso, es el bienestar económico. Por otro lado, la crisis global que se ha desencadenado, las guerras y el terrorismo, han convulsionado el mundo. La Iglesia sigue navegando contra viento y marea, depurada de muchos lastres del pasado, pero recibe frecuentes ataques y es desprestigiada sistemáticamente por el poder mediático y político. El evangelio es una realidad muy remota y ajena a la mayoría de ciudadanos occidentales. Al igual que en tiempos de Clara, el miedo y la inseguridad estremecen la sociedad entera. Ante la amenaza de la pobreza, la posesión de dinero y bienes materiales es más valorada que nunca. ¿Qué mensaje nos aporta la santa de Asís?

En medio del miedo y la zozobra, ella nos anima a tener coraje y fe.

En medio de una sociedad que rinde culto al dinero, ella nos demuestra que la pobreza es la libertad. No es una pobreza fruto de la miseria, sino una opción de vida que implica dejar a un lado todo cuanto nos ata y nos impide amar. La pobreza franciscana de Clara es el desapego, la liberación de dependencias y afanes materiales; es desprendimiento, sobriedad, generosidad.

A una juventud hambrienta de amor, angustiada por su futuro y falta de horizontes, Clara le señala un camino que no ofrece seguridades, pero sí una vida bella, intensa y en plenitud. Fue una adolescente que lo tenía todo, pero renunció a todo por un amor mucho más grande y ganó una vida apasionada y llena de sentido.

A una cultura cínica, escéptica y pesimista, Clara grita ¡esperanza!, construida cada día en el trabajo callado, en el amor incansable, en la palabra suave y en la mirada que acaricia el alma.

En medio de un mundo donde nada es para siempre y las relaciones se hacen y se rompen como las olas, Clara demuestra que un sí valeroso dura para siempre, y que el amor, si se arraiga en Dios, resiste todas las tempestades.

Esgrimir a Cristo bien alto

Una de las imágenes más conocidas de santa Clara la representa sosteniendo una custodia en alto. Se dice que, cuando un ejército de sarracenos marchó sobre Asís dispuesto a tomar la ciudad, Clara salió a las puertas del convento esgrimiendo la Sagrada Forma. La tropa enemiga se detuvo y abandonó el ataque, quedando la ciudad salvada.

Sea leyenda o historia engrandecida, este gesto de Clara también es iluminador. Ante los ataques del miedo, la incerteza y el mal que parece cundir en el mundo, los cristianos tenemos una defensa que nunca falla: el mismo Cristo. Enarbolemos a Cristo en nuestro corazón, aferrémonos a él y mostrémoslo al mundo, sin temor. Y Cristo, el mismo Dios que se ha dado por nosotros, nos protegerá y hará retroceder el mal. Es nuestra única —y grande— esperanza.