sábado, 25 de julio de 2009

Marta, mujer de fe

El día 29 de julio celebramos otra gran santa de la Iglesia, santa Marta. El evangelio nos cuenta que los hermanos Marta, María y Lázaro eran amigos íntimos de Jesús. Lo acogían en su casa de Betania y mantuvo con ellos largas conversaciones. Lázaro fue el amigo ante cuya tumba lloró. De María, que le escuchaba sentada a sus pies, Jesús dijo que “había elegido la mejor parte”, elogiando su actitud de escucha al lado del trajín obsequioso de Marta. En las lecturas que mencionan a estos tres hermanos de Betania podemos atisbar la humanidad de Jesús, su trato igualitario con hombres y mujeres, su afecto hacia los amigos.

Mucho se ha hablado de Marta y María, comparando el talante de ambas. Pero no quiero detenerme hoy en la Marta afanosa a la que Jesús reprende con afecto por preocuparse en exceso de los detalles y por perder de vista, en medio del trabajo, lo que es realmente importante.

La Marta en la que quiero fijarme es la mujer de fe que dialoga con Jesús. La mujer que sale corriendo a su encuentro cuando Lázaro ha muerto y que, venciendo su dolor y su tristeza, se aferra a la esperanza.

El diálogo entre Jesús y Marta es impresionante. Jesús la calma: “Tu hermano resucitará”. Marta responde que ella ya cree en la resurrección de los muertos. Pero Jesús va más allá y sondea su fe. “Yo soy la resurrección y la vida y todo aquel que cree en mí no morirá. ¿Crees esto?”. Ya no le pregunta si cree en la vida eterna: le pregunta directamente si cree en él. Y el evangelio pone en labios de Marta unas palabras rotundas, casi idénticas a las que pronuncia el apóstol Pedro el día de su profesión de fe: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir”.

Con esta declaración, Marta manifiesta sin dudar su confianza en Jesús. Ya cuando sale a recibirlo, lo expresa con vehemencia: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá”. Tras este diálogo breve e intenso, la fe de Marta en Jesús queda confirmada.

Marta, como Pedro, conversa con Jesús y lo reconoce como Hijo de Dios. ¿Qué nos puede enseñar este diálogo a los cristianos de hoy?

Por tradición y por cultura, creemos en nuestra religión, profesamos una fe y aceptamos las verdades que nos han enseñado. Quizás sea relativamente fácil creer en una doctrina o una filosofía acorde con nuestros valores y con aquello que conocemos. Pero el Cristianismo, como no cesan de repetirnos el Papa y los teólogos, no es adhesión a una doctrina o a un ideal, sino a una persona. Jesús nos pregunta, hoy también: “¿Creéis en mí?”

Quizás nuestra fe cristiana palidece y vacila en medio de las oleadas adversas porque hemos perdido de vista lo más importante: que nuestra fe se sustenta, no en un catecismo ni siquiera en la Biblia, sino en el mismo Jesús. Y es en él, como persona, como hombre y como Dios al mismo tiempo, en quien debe centrarse nuestra fe, porque él solo es la fuente donde bebemos alegría, sacamos fuerzas, encontramos la paz.

Una bella oración sería hacer nuestras las palabras de Marta: “Jesús, creo que tú eres el Mesías, el hijo amado de Dios que nos salva. Y sé que todo cuanto le pidas al Padre, te lo concederá”. Pronunciémoslas despacio, con el corazón, con la mente y con toda nuestra atención. Son palabras de fe luminosa que pueden transformarnos y hacer brotar en nosotros el amor y la confianza.

sábado, 18 de julio de 2009

María Magdalena

En estas próximas semanas celebramos la fiesta de dos santas: santa María Magdalena y santa Marta. Fueron dos mujeres muy cercanas a Jesús, que tienen un papel destacado en los evangelios y sobre las que me gustaría reflexionar.

Comenzaré con María Magdalena. De ella he escrito en este blog y en mi librito, Mujeres de Dios. Es un personaje atractivo, para creyentes y no creyentes, que ha inspirado miles de páginas, ensayos y novelas. Alrededor de esta santa, la única, después de María Virgen, que la Iglesia llama inmaculada, se han levantado controversias y leyendas. Incluso han surgido hipótesis muy curiosas, que la rodean de un halo esotérico y mitológico.

Yo quisiera aproximarme a la realidad de esta gran mujer desde una óptica muy sencilla: intentando comprenderla como mujer fiel “que ama mucho” y a la luz de lo que nos cuentan ―y lo que no cuentan, pero sugieren― los evangelios, especialmente el de Juan. En una reciente entrevista en Cataluña Cristiana me preguntaron con qué personaje femenino de la Biblia me sentía más identificada. Y mencioné a María Magdalena, porque, después de la madre de Jesús, es, sin duda, el modelo más hermoso y cercano para todas las mujeres cristianas.

Sanada por el amor

Ninguna mujer puede ser inmaculada desde la concepción, como María de Nazaret, pero sí podemos aspirar, algún día, a alcanzar la limpieza interior y la transparencia de María Magdalena, que fue sanada de cuerpo y espíritu por el perdón y por amar mucho, como dice el evangelio. El amor es fuego que arde y no quema; es la única fuerza que puede lavarnos por dentro y borrar las heridas del mal.

María Magdalena es ejemplo de mujer seguidora de Jesús. Le escucha, se deja curar por él ―dicen los evangelios que le sacó siete demonios―, aporta recursos económicos para el sostenimiento del grupo de los discípulos, le sigue en sus viajes, está presente al pie de la cruz y es la primera a quien se aparece Jesús, ya resucitado. La escena de la aparición es hermosa, pero es mucho más profundo lo que podemos leer entre líneas. Cuán grande debió ser la fidelidad de María Magdalena a su Maestro para ser, ella, la primera en conocer la noticia que cambiaría la historia.

Liderazgo silencioso

Junto con María de Nazaret, María Magdalena es modelo para las mujeres cristianas de hoy. ¿Cuál ha de ser nuestro papel en la Iglesia? Mirémosla a ella: estamos llamadas a apoyar a los sacerdotes en su misión, a participar en las tareas pastorales, colaborando en parroquias y movimientos; a buscar, también, dinero y medios materiales para sostener las obras de la Iglesia; a organizar y aglutinar grupos y comunidades, a lanzar obras humanitarias… ¡Hay tantas cosas que podemos hacer! De hecho, siempre ha sido así. La Iglesia no se podría entender sin el enorme trabajo de mujeres de todas las épocas que la han sostenido y alentado. Han ejercido un liderazgo que algunos, imbuidos por ciertas ideologías, quisieran transformar en instrumento de poder. Yo diría que ha sido un liderazgo quizás silencioso, pero no menos real y auténtico. Porque, en clave cristiana, liderar no es mandar ni dominar, sino servir.

No podemos olvidar otro valor inmenso que la mujer ha sabido aportar de manera especial, no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad: la oración. María Magdalena, rezando y llorando ante el sepulcro, es imagen que nos ha de animar a permanecer fieles y a confiar en Dios en medio de las dificultades y tormentas que sacuden nuestra vida. Su llanto es sed de Dios; su presencia allí es esperanza. Y nadie que espera en Dios es defraudado.

La sensibilidad de María Magdalena es estímulo que nos impulsa a amar a los demás, con pasión y con ternura. Su fe, firme como una roca, nos ha de brindar coraje para ser fieles y valientes, como ella lo fue.

domingo, 12 de julio de 2009

Él nos ha destinado a ser sus hijos

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado… a ser hijos suyos.
Ef 1, 3-14


En el inicio de su carta a los Efesios, Pablo alaba a Dios, con alborozo, admirando una vez más la bondad de un Creador que ha querido que sus criaturas fueran hijas suyas. Y habla de Cristo. Con él la humanidad ha podido ver el rostro de Dios, y gracias a él ha recibido su amor. Pablo no podría escribir estas palabras sin haber vivido en propia carne la experiencia de sentirse profundamente amado y salvado por Jesús.

En la expresión “él nos eligió” no hay que ver señales de preferencia o de elitismo. No hay una casta de elegidos frente al resto de la humanidad. Con estas palabras, Pablo recalca que es Dios, y no el hombre, quien da el primer paso para amar. Se suele decir que las religiones y la espiritualidad son caminos de búsqueda del hombre que tiende hacia la divinidad. El Cristianismo es el camino de Dios que va hacia el encuentro del hombre.

Pablo continúa diciendo que “El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia, ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad”. De nuevo encontramos aquí una gran diferencia entre el Cristianismo y las religiones esotéricas. No es el hombre quien ha de iniciarse, pasando una serie de pruebas y adiestramiento para llegar a conocer a Dios, sino que es Dios mismo quien se muestra, sin enigmas, sin tapujos, porque quiere revelarse así.

¿Y cómo se ha mostrado Dios? De la manera más transparente, más clara y más fácilmente comprensible: a través de su Hijo, Jesús. Con la vida de Jesús nos ha hablado de su bondad; con su muerte nos ha mostrado que el amor no tiene límites; con su resurrección nos ha abierto las puertas de una vida eterna. Jamás el camino hacia el cielo fue tan corto, tan directo y tan seguro. Pero es verdad que muchas personas, ya en su tiempo, no quisieron verlo, y aún hoy son muchos los que rechazan esa imagen, tan nítida, de Dios. Nuestro mundo angustiado y aquejado de vacío vital, trágicamente rechaza la vida plena y gozosa que se le ofrece.

Por eso Pablo quiere subrayar, en su carta a los Efesios, el gozo de ser cristiano, de saberse hijo de Dios, “marcado por Cristo y por el Espíritu Santo”. Esta alegría no ha de servir para ensoberbecernos, sino para espolearnos a vivir imitando a Jesús. Escuchar el evangelio pide algo más que oídos atentos. Requiere, si queremos ser auténticos, seguir los pasos del que hace todo según la voluntad del Padre. Nos exige llevar ese tesoro que hemos recibido a los demás.