domingo, 31 de agosto de 2008

El mejor culto

Comentario a la carta de San Pablo a los romanos (Ro 12, 1-2)

La ofrenda más agradable

“Os exhorto, hermanos, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, éste es vuestro culto razonable”.

En esta frase, san Pablo nos está diciendo muchas más cosas de lo que puede parecer, y de consecuencias enormes. La primera de todas es que nos invita a presentar nuestros cuerpos como ofrenda, como hostia viva. Nos está llamando a imitar al mismo Cristo, que se ofreció, en cuerpo y alma. Parece muy osado, pero esta es la vocación de todo cristiano: llegar a entregarse, como el mismo Jesús. Y no sólo de corazón, sino en cuerpo entero. Es decir, que nuestra fe no se ha de limitar a creer, pensar y sentir, sino a comprometer toda nuestra vida, traduciendo nuestra convicción en obras.

Añade al final: “éste es vuestro culto razonable”. Este es el culto que agrada a Dios. Atrás quedan las religiones ritualistas, que buscan complacer a la divinidad mediante ostentosos sacrificios. Atrás quedan las ofrendas de oro, plata y animales. La gran ofrenda, el mejor culto que podemos rendir a Dios, es ofrecernos a nosotros mismos. Porque Dios, finalmente, más que ritos ni ceremonias, busca nuestro corazón, deseoso de nuestro amor. Así lo entendió Jesús, ofreciéndose a sí mismo hasta morir.

El ofrecimiento a Dios es mucho más que un gesto íntimo. El amor a Dios, en la fe cristiana, no se entiende si no se materializa en amor a los demás. Por tanto, esa entrega a Dios comporta una entrega a las personas: vivir velando por su bien, por su alegría, por su dignidad. El mejor culto a Dios es amar y servir a los que tenemos a nuestro alrededor.

Renovar nuestra mente

Y continúa san Pablo: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

Esta frase es un aldabonazo a nuestra conciencia. Vivimos en una sociedad que ensalza el relativismo y rechaza la perfección. Todo está bien, todo es según como se mire… No hay verdades absolutas, el hombre es libre y nadie tiene que dictarle lo que es bueno o malo, sino su propio albedrío. Realmente, San Pablo va a contracorriente de lo que predica “el mundo”. Su advertencia es tan vigente hoy como hace dos mil años: “no os ajustéis al mundo”. Es decir, no os dejéis arrastrar por las corrientes y las modas imperantes, que olvidan a Dios y ensalzan el culto a uno mismo. Para ello, resulta necesaria esa renovación de la mente, una profunda limpieza interior para liberarnos de toda clase de influencias y dilucidar, en el silencio, qué es bueno a los ojos de Dios.

Muchas personas pueden objetar que esta exhortación es peligrosa: tras ella, pueden esconderse deseos de poder sobre la conciencia humana y un afán de lavar cerebros. Es una acusación que se vierte sobre la Iglesia, una y otra vez. Pero, ¿realmente es imposible distinguir el bien del mal? ¿Está tan alejada la conciencia humana de la visión de Dios?

Creo que, si ahondamos en lo más profundo de la naturaleza humana, encontraremos que en ella hay mucho de Dios. Descubriremos que, detrás de todo el poso cultural y filosófico que tapa el alma de las personas, existe un fondo luminoso, anhelante de libertad, de belleza, de amor y de generosidad. No es descabellado pensar que, en lo más genuino de sí, en sus impulsos más íntimos y auténticos, la persona siempre acaba reflejando a su Creador. Por eso, una conciencia limpia y profunda sabe discernir bien qué agrada a Dios, qué es acorde a la naturaleza divina y humana, qué es bueno y qué no lo es.

Hoy, muchos autores hablan de la potencia de la mente, capaz de hacer verdaderos milagros. Sí, nuestra mente es un gran don de Dios, un talento que aún nos falta por explorar. Pero no se trata de utilizarla con fines tortuosos y egoístas. Pablo nos habla de “renovación” y de discernimiento. De ahí la importancia de orar, reflexionar y hacer silencio, pues en el sosiego será donde podremos escuchar y comprender la voz de Dios.

domingo, 24 de agosto de 2008

¿Quién es Jesús para nosotros?

A propósito del evangelio de hoy, en que Pedro proclama a Jesús como Hijo de Dios vivo, he estado leyendo una interesante conferencia de Mons. Angelo Amato, Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre la Cristología Católica. Ha sido muy esclarecedora para comprender las diferentes interpretaciones sobre la figura de Cristo que se han dado a lo largo de la historia, según las tendencias filosóficas de cada momento, así como la magnífica síntesis que ofrece el Papa en su libro Jesús de Nazaret.

Jesús, mucho más que un maestro bueno

¿Quién es Jesús para los cristianos de hoy? ¿Quién es Jesús para mí? No me sorprende mucho constatar que para muchas personas, incluso cristianas, Jesús fue un gran profeta, un sanador, un revolucionario, un pacifista, un místico… Uno más entre un elenco de grandes personajes iluminadores de la historia. Incluso para muchas personas creyentes y con inquietud religiosa Jesús forma parte de una supuesta tradición de “mesías”, cuya apoteosis aún no ha llegado, y que llegará cuando se manifieste otro Cristo definitivo, que algunos autores definen como la plenitud personal y la divinización de cada individuo. En estas creencias se ve claramente la huella del racionalismo, del relativismo filosófico y de las corrientes de la New Age, que valoran a Jesús simplemente como hombre extraordinario con una hermosa doctrina sobre el amor.

Pero que Jesús sea Dios, con todas las consecuencias, eso ya nos cuesta más de creer. Aceptamos la humanidad de Cristo, pero nos resistimos a aceptar su divinidad. De la misma manera, opinamos que el Cristianismo es una religión más, y que cualquier otra es un camino igualmente válido hacia Dios. Nos parece que la doctrina de la Iglesia, que afirma que Jesús es el camino más directo para la salvación, es fundamentalista y demasiado radical. Incluso nos avergüenza que la Iglesia –nuestra Iglesia― pueda arrogarse tal privilegio. Sin embargo, en la Declaración Dominus Iesu, se precisa que, aunque el Cristianismo sea la vía más clara, otros credos también pueden ofrecer alternativas válidas siempre que en su fuente y núcleo acojan la encarnación de la palabra de Dios.

Sí, los propios cristianos estamos muy influenciados por estas corrientes relativistas que nos hacen avergonzarnos de nuestra fe y vacilar ante nuestras creencias. Tememos ser tachados de fanáticos y reaccionarios y olvidamos que nuestra fe es mucho más que una doctrina, y que las verdades que proclama la Iglesia no son un conjunto de leyes rígidas, sino el fruto de una intensa vivencia de Dios, que arranca del mismo Jesús.

La fe, regalo de Dios

Pedro, que era un pescador, hombre sencillo de pueblo, sin formación teológica y posiblemente iletrado, no tuvo dudas. Cuando Jesús le preguntó, contestó sin vacilación alguna: “¡Tú eres el Hijo de Dios vivo!” ¿Tanto nos cuesta a los cristianos de hoy, que tenemos muchísimos más conocimientos religiosos, llegar a esta afirmación?

Podemos objetar que Pedro conoció a Jesús, en persona. ¡A él le resultaba más fácil creer! Este argumento no se sostiene. En tiempos de Jesús también hubo incrédulos. Muchos que lo conocieron, escucharon sus predicaciones y contemplaron sus milagros, tampoco creyeron en él. En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, el rico abismado en los infiernos ruega a Abraham que envíe a Lázaro a sus parientes, para que los avise y así se conviertan. Y Abraham responde: “Si no creyeron a los vivos, ni a un muerto resucitado van a creer”. También me resuenan aquellas sentencias de Jesús: “¡Ay de ti Corazaín, ay de ti, Betsaida! Porque muchos antes que vosotros quisieron ver y oír lo que ahora veis, y no obstante creyeron; y vosotros, que habéis visto y oído, no creéis” (Mt 11, 21) ¿Seremos los cristianos de hoy duros de corazón, como los habitantes de aquellas ciudades?

La fe no es cuestión de ver y oír. Es una vivencia íntima, pero yo diría que ni siquiera procede de una experiencia concreta, sino que es un regalo de Dios. “Dichoso tú, Pedro hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado hombre alguno, sino mi Padre”. La fe procede de Dios, y es él quien nos abre los ojos del alma para creer. Fue su Espíritu quien inspiró a Pedro esas palabras, salidas del corazón y de una convicción profunda y auténtica.

La oración, fuente de fe

Alguien puede replicar: bien, si la fe es un regalo de Dios… entonces Dios puede regalarla a quien quiera. ¿Qué sucede si yo no la recibo? ¿Debo esperar a que llueva del cielo? ¿Es la fe un obsequio reservado a unos pocos privilegiados?

De nuevo encontramos respuestas si miramos a las personas de mucha fe, a los santos, al mismo Pedro y a los apóstoles. Ellos eran gente corriente, como cualquiera de nosotros. Dios quiere dispensar la fe y sus dones a todo el mundo. “Hace llover y hace salir el sol sobre justos y pecadores”. Pero no todos están dispuestos a recibirla. Recordemos la parábola del sembrador: la semilla de Dios no cuaja en todos los corazones. Muchos incluso rechazan ese don. ¿Qué hacer entonces para abrir nuestro espíritu? Recuerdo ahora las palabras de una gran mujer, también firme creyente: “La fe, es la oración la que nos la da”. ¡Tan simple, y tan cierto! “Pedid y se os dará”. Si pedimos a Dios que nos dé fe, ¿cómo dudar que nos la concederá, a manos llenas?

Quizás a los cristianos de hoy nos falta justamente esto: oración. Nos falta tiempo de permanecer ante Dios, de refugiarnos en sus brazos, de exponerle nuestras dudas e inquietudes, y de pedirle aquello que necesitamos. Orar, decía santa Teresa, es tratar en la intimidad con el amigo que nos ama. Si en nuestras relaciones humanas necesitamos tiempo para el diálogo y el encuentro con los seres amados, también lo necesitamos con Dios. Cuanto más tiempo compartimos con los amigos, más confiamos en ellos. Así, el tiempo dedicado a la oración nos permitirá ahondar en la amistad con Dios y la fe, con la confianza, brotará sola.

domingo, 17 de agosto de 2008

Los dones y la llamada de Dios son irrevocables

Rm 11, 13-15. 29-32


Un don que marca para siempre

Esta lectura de San Pablo tiene como trasfondo una tristeza y una preocupación del apóstol. Siendo judío, lamenta que los de su pueblo y religión rechacen a Cristo y su mensaje. Mientras que cada vez son más los gentiles –extranjeros– que acogen el evangelio de Jesús, los judíos se muestran hostiles.

Pablo mismo había sido un celoso devoto, practicante de la Ley, y reconoce su valor. La fe hebrea es la raíz y sustento del Cristianismo. Pero Jesús lleva esta fe mucho más allá de la esperanza en unas promesas. Es su identidad con el Padre lo que rechazan muchos judíos. No pueden admitir, como señala el Papa en su libro Jesús de Nazaret, que Jesús se identifique con Dios mismo, con la Ley, con el Reino de los Cielos. Pueden aceptar que sea un profeta, pero rehúsan que sea hijo de Dios.

Pablo, que también era reticente, fue alcanzado por el amor de Cristo. La experiencia que cambió su vida lo marcó para siempre. Esa sacudida interior late en sus palabras cuando dice: “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.

¡Tremenda frase! Cuando alguien es llamado por Dios, ya nada será igual que antes. La persona llamada queda marcada con un sello indeleble. No es una marca de esclavitud, sino una herida luminosa, como la han llamado muchos místicos, una llaga de amor, que enciende en el alma una hoguera inextinguible.

Tras esa llamada, la vuelta atrás sería la misma muerte. En cambio, acogerla y seguirla es, en palabras de Pablo, “volver de la muerte a la vida”. Rebelarse contra Dios es morir; reconciliarse con él es renacer a otra vida más plena.

Misericordia infinita

El apóstol continúa hablando de la rebeldía humana y de la misericordia de Dios. Muchas personas pueden ser reacias a esta palabra, misericordia, considerándola sinónimo de blandura, condescendencia y beatería. Pero ahondemos en su significado genuino. Misericorde es el corazón capaz de conmoverse, de vibrar, de sentir ternura, de entusiasmarse ante la alegría y de llorar con las penas. Misericordia es la cualidad de las almas sensibles, delicadas, abiertas, rebosantes de amor. Así es el corazón de Dios.

domingo, 3 de agosto de 2008

Nada podrá apartarnos del amor de Dios

Hermanos, ¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquél que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidades, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Rm 8, 35-39


Estas palabras del apóstol, vehementes y apasionadas, son uno de mis párrafos preferidos entre todas sus epístolas. No son palabras retóricas ni un simple discurso expresivo. Le salen del alma, a borbotones. Brotan de una experiencia íntima y arrebatadora. Sólo alguien que se ha sentido fuertemente amado puede hablar así.

Nada nos apartará del amor de Dios. Pablo cita una serie de peligros y contrariedades que todos podemos encontrar en nuestra vida y que muchas veces utilizamos como excusa para no amar, o para anteponer otras cosas a nuestra fe. ¡La vida es tan dura! El mundo nos arrastra, los problemas nos abruman y las desgracias ponen a prueba nuestra fe. No es fácil ser cristiano hoy en día, oímos decir con frecuencia. Pero, ¿cuándo lo ha sido? En tiempos de martirios y persecuciones, ¿no ha sido mucho más difícil? Cuando la Iglesia se ha dejado atraer por el poder, ¿no ha resultado duro para muchos santos mantener su fidelidad al evangelio, contra viento y marea?

Hoy, en un mundo indiferente y burlón ante Dios, ser cristiano es un desafío y una aventura. Cuando una persona ha catado el amor de Dios, cuando ha atisbado un resquicio de su belleza, cuando ha vibrado sintiéndose abrazado en el regazo del cielo, todas las demás cosas empequeñecen. De ahí que para Pablo todos los bienes del mundo sean nada en comparación a Cristo, y que todas las dificultades posibles sean pequeñas, al lado del amor de Dios.

El amor siempre es más grande. Siempre puede más. Siempre perdura. Este es el mensaje que late en la mayoría de los escritos del apóstol. Él sabe de qué habla, pues tal como lo vive, lo transmite. En él arde un fuego que no cesa de comunicar. Se siente bien agarrado a Dios, y esta convicción lo hace intrépido y audaz.

Releer despacio estas líneas puede reconfortarnos y avivar profundamente nuestra fe. Creer, finalmente, es una cuestión de amor. Creemos porque queremos; confiamos en aquel que amamos. La única cosa que podría apartarnos del inmenso amor de Dios sería nuestra propia voluntad de rechazarlo, nuestra frialdad, nuestra lejanía. Pero si nos aferramos a él, jamás nos abandonará.