domingo, 25 de mayo de 2008

Comemos de un mismo pan

“Nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos del mismo pan”.
1 Co 10, 16-17

San Pablo reitera en su carta que los cristianos somos una familia unida por vínculos mucho más fuertes que los lazos humanos. Es el cuerpo de Cristo y su sangre lo que nos une. ¿Cómo entendemos estas palabras? Por un lado, el mundo de hoy nos empuja al individualismo y existe una espiritualidad solitaria, que promueve una relación personal con Dios sin pasar por la Iglesia. Pero, por otra parte, las personas no estamos hechas para vivir solas y buscamos incesantemente la unión con los demás. Necesitamos sentirnos parte de una comunidad, necesitamos el calor humano y el apoyo de las otras personas.

La comunión con Cristo no elimina nuestra personalidad única y nuestra forma de ser. Somos muchos y diversos. Pero nos une con fuerza a los demás, formando un cuerpo. Todos sabemos qué importante es el espíritu de equipo. Las grandes metas de la humanidad se alcanzan gracias a que las personas son capaces de unirse por una causa, dejando a un lado las diferencias, sabiendo aportar lo mejor de sí mismas y a la vez cediendo cuando es necesario.

Comer del cuerpo y beber la sangre de Cristo también es una expresión que debe entenderse, no en sentido literal, sino en su significado más profundo: se trata de vivir como Cristo lo hizo, identificándonos con él y haciendo nuestras sus palabras y obras.

domingo, 18 de mayo de 2008

Tened un solo corazón

2 Co 13, 11-13
"Hermanos, alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros..."

Este breve fragmento es la conclusión de la segunda carta de Pablo a los corintios. La comunidad de Corinto era muy dinámica, pero también sufría de fuertes divisiones y conflictos internos. En su segunda carta, Pablo los reprende con severidad, exhortándolos a defender la dignidad de su fe y a dejar a un lado divisiones y partidismos entre ellos. Tras los reproches, sin embargo, el apóstol concluye con palabras esperanzadas y cargadas de ternura, animando a la comunidad a vivir lo que, en definitiva, es más importante: el amor de caridad.

Estad alegres, animaos, tened un mismo sentir y vivid en paz. ¿No son todas estas cosas deseables en cualquier comunidad humana?

En nuestras ciudades, barrios y parroquias, a buen seguro que todos ansiamos vivir de esta manera, en concordia con los demás, sin peleas ni enfrentamientos y, sobre todo, con paz. Pero también vemos que la realidad muchas veces dista de nuestras aspiraciones. ¿Cómo es posible alcanzar esta armonía?

No hay grandes secretos. Pablo lo dice en su carta: “El Dios del amor y de la paz estará con vosotros”. Él es quien une los corazones, apacigua los espíritus y anima a cada persona. Su espíritu nos infunde ánimos y nos da la fuerza necesaria para amar. Pero, al mismo tiempo, somos nosotros quienes hemos de alentar ese espíritu. Alguien escribió que el amor es como el fuego: si no se comunica, se apaga. De la misma manera, el amor, para mantenerse vivo, debe transmitirse fuera de nosotros. Cuando nos decidimos a dar alegría, a animar, a sentir con el mismo corazón que las personas que nos rodean, el amor de Dios crece en nuestro interior, nos da calor e ilumina todo a nuestro alrededor.

“Saludaos con el beso de la paz”. Esta frase expresa perfectamente cómo el amor se comunica con un gesto hermoso y sencillo: el beso de la paz. Un teólogo dijo en cierta ocasión que el beso auténtico y sincero, dado con el corazón limpio, es una infusión de Espíritu Santo.

domingo, 11 de mayo de 2008

Somos un solo cuerpo

Reflexión sobre la primera carta a los corintios (1 Co 12, 3b-7, 12-13 )

Una experiencia de fe

En esta conocida lectura de San Pablo encontramos dos enseñanzas clave del apóstol. La primera es su afirmación: “Nadie puede decir que Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Estas palabras parecen un eco de las que pronunció Jesús cuando Pedro, en un arranque de sinceridad y confianza, confesó su fe en él como “el Señor, el Hijo de Dios vivo”. En esa ocasión, Jesús bendijo a Pedro, asegurando que no era ninguna ciencia humana la que le había revelado esa verdad, sino el Espíritu de Dios.

Son muchos los que ven en Jesús un personaje histórico, un hombre bueno e incluso un gran líder espiritual. Pero llegar a ver en él al mismo Dios sólo es fruto de un acto de fe. Y la fe se da cuando el Espíritu está vivo dentro de nosotros. Creer no es sólo una consecuencia de nuestra libre opción, sino un fruto del amor de Dios. Creemos porque hemos experimentado ese amor y se nos han abierto los ojos del alma. Cuando se aúnan el valor del ser humano que se abre y la generosidad de Dios, que llena su interior, entonces se producen auténticos milagros en las personas.

Unidad y diversidad

Pablo continúa hablando de la unidad de la familia cristiana. Somos diversos, y a la vez uno. La imagen del cuerpo con sus miembros diferentes es perfecta para definir la Iglesia. Se puede dar una diversidad y a la vez una fuerte cohesión. Es el Espíritu de Dios quien nos otorga a cada persona talentos y carismas distintos. Todos tenemos un lugar y una misión a realizar. Pero, a la vez, ese mismo Espíritu nos da la fuerza para amar y mantenernos unidos. Es un equilibrio entre la individualidad y la comunidad, donde no existe lugar para la contradicción o la duda.

La época moderna rechazó el valor de la comunidad en aras al individualismo y al valor del a persona en sí misma. Esto ha comportado, hasta hoy, actitudes de rechazo de las instituciones y la autoridad, considerando que esclavizan y anulan la personalidad del individuo. Sin embargo, nunca como hoy las personas buscan la pertenencia a un grupo, a una comunidad, a veces incluso virtual. La soledad y la falta de raíces se hacen muy difíciles de soportar y salta a la vista que los seres humanos no hemos sido creados para vivir aislados y desvinculados. Entre la servidumbre y el aislamiento existe la comunión fraterna, donde se reconcilian la unión y la libertad.

Libertad positiva

Las familias de sangre están unidas por vínculos familiares y una larga herencia que acarrean los descendientes. Para algunas personas, estos vínculos llegan a suponer pesadas cargas y obligaciones, y desean deshacerse de ellas. En ciertas culturas, la lealtad al clan o a la tribu es una obligación sagrada, que ata a sus miembros de por vida. En la familia de la Iglesia, el lazo de unión no es una cadena que aprisiona, sino un Espíritu que sopla libremente y que hace a todos los miembros iguales en dignidad.

La libertad en el seno de la Iglesia es un concepto positivo y creativo: la máxima libertad es amar y desarrollar los dones que el Espíritu nos infunde. Recordemos la parábola de los talentos. Dios nos otorga unas capacidades y unos dones; nuestro crecimiento como personas consistirá en acrecentarlos y llevarlos a su plenitud. Así es como llegaremos a vivir intensamente.

Al mismo tiempo, esa libertad es la que nos permite dar un sí y comprometernos. Permanecer unidos a una comunidad no tiene por qué ser incompatible con ser libre. Se nos ha inculcado un concepto muy mercantil y superficial de libertad, equiparándola a la capacidad de elegir entre una cosa u otra y a la ausencia total de ligazones. Pero la libertad es más que esto. Es la capacidad de tomar decisiones y mantenerse fiel a la opción elegida. También es libre aquella persona que, sabiendo sacudirse de encima el yugo de sus propias tendencias, intereses o egoísmo, sabe amar y entregar parte de su vida a los demás, porque quiere hacerlo.

domingo, 4 de mayo de 2008

Que Dios ilumine vuestro corazón

Comentario de la Carta a los cristianos de Efeso (Ef 1, 17-23)

San Pablo comienza este fragmento de su carta con una oración: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama…”

Es una plegaria ardiente y justificada. Pablo, que vive de forma apasionada su vocación, quiere que todos los creyentes nos contagiemos de ese entusiasmo, e insiste una y otra vez. “Que Dios abra los ojos de vuestro corazón para comprender…”

Es muy posible que a los cristianos de hace dos mil años comenzara a sucederles como a nosotros. Tras haber recibido la alegría de la buena nueva, tras convertirse y creer en Jesucristo, tal vez les resultaba difícil cambiar efectivamente de vida y de forma de pensar. Lo mismo nos ocurre hoy. Podemos creer, pero nos cuesta salir de nuestras rutinas y de nuestros esquemas mentales. ¿Cómo hacer para que la fe sea más que un barniz cultural, más que una costumbre o un sistema de valores heredados?

Pablo nos exhorta continuamente a convertir la fe en una experiencia palpable, que sacuda nuestra inercia y revolucione nuestra vida. ¿Somos conscientes del don que hemos recibido de Dios? ¿Nos damos cuenta de la enorme riqueza que nos depara?

El apóstol vuelve a recordarnos lo que significa para los cristianos el hecho de que Jesús resucitara. Con palabras que quizás nos resultan lejanas, pero que no pierden su energía, nos dice que Dios ha sentado a su Hijo “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación”. Los poderes del mundo no son nada, al lado de la fuerza de Dios. La injusticia y el mal se estrellan como olas ante la roca firme de ese amor sublime, que arde entre el Padre y el Hijo. Nada resiste el soplo del Espíritu Santo. Y esa fuerza del amor, ese poder, Dios nos los da a través de Jesucristo. No se reserva nada para sí, nos lo entrega todo.

No se trata de un poder dominador, que nos capacite para oprimir y sojuzgar a los demás. Tampoco se trata de violencia, ni de una autoridad ganada por el miedo. El poder de Dios está por encima de nuestras categorías humanas. Está por encima de la misma muerte.

Pablo acaba esta exhortación recordándonos que los cristianos somos una familia. Somos cuerpo de Cristo y unidos a él, llegaremos al mismo cielo que él abrió para nosotros. Es una llamada a no desmembrarnos, a recordar que por nosotros solos no podemos ser dioses, ni perfectos, ni alcanzar la plenitud.

Hoy día, se estila mucho hablar de la autonomía personal y del valor del individuo en sí mismo. Las personas, incluso muchas que se consideran cristianas, son reacias a que haya mediación alguna entre ellas y Dios. Piensan que la Iglesia es innecesaria para su vida espiritual y, siguiendo esta forma de pensar, la figura de Jesús también resulta prescindible. Quizás es ahora cuando deberíamos recordar que nuestra Iglesia, antes que una organización, es una familia. Y que nuestra fe, antes que una doctrina, es una vivencia. O, mejor aún, es una historia de amor. Con sus claroscuros, la historia de nuestra familia cristiana es la aventura que emprendió Dios un buen día, movido por su apasionado amor hacia el ser humano.