domingo, 14 de octubre de 2007

El coraje

Continuando con la reflexión de la semana pasada, comentaba que dos virtudes son esenciales para forjar una comunidad: el coraje y la confianza.

El coraje

Para tener confianza, es necesario tener valor. El coraje es la virtud que nos empuja a salir de nosotros mismos, a confiar, a comprometernos. Es imprescindible para entregarnos y amar. Sin coraje, el amor no encuentra apoyo. Dicen que lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. El coraje aúpa y da alas al amor.

Necesitamos coraje para salir fuera de nuestras casas, que no sólo son los espacios físicos, sino ese caparazón que hemos construido a nuestro alrededor, formado por nuestras ideas, nuestras seguridades, nuestras formas de hacer… Metidos en esa concha, nos sentimos seguros y confortables. Pero, a veces, en lugar de protegernos, la coraza nos aísla. Nos pertrechamos en nuestra torre de marfil y acabamos solos y centrados en nosotros mismos. Es la torre del egoísmo, que nos cierra al mundo. Y en ese pequeño universo cerrado ya no puede entrar la luz. El infierno comienza ahí dentro, en ese caparazón endurecido.

Para romperlo y salir afuera precisamos valor. Y salir afuera quiere decir ponerse en camino para ir hacia los demás. Salir es ir al encuentro de los otros. Aprender a comunicarnos, a dar y a recibir, a confiar en ellos… Es cierto que no podemos ser ingenuos y confiar en cualquier persona, sin conocerla. Pero en aquellas personas que sabemos de cierto que nos aman, que nos quieren bien, que no pueden hacernos daño, porque desean lo mejor para nosotros, ¡en ésas hemos de confiar! Es muy triste ver cómo algunas personas desconfían de quienes los aman. Cuando los hijos desconfían de sus padres, o los padres de los hijos, o los cónyuges… o cuando los amigos dejan de darse mutua confianza, o la traicionan, entonces se producen rupturas muy dolorosas y heridas hondas que tardan mucho en cicatrizar. Sin dejar de ser lúcidos, sin perder de vista la cordura, hemos de aprender a salir de nosotros mismos y confiar.

También se necesita coraje para abrir nuestro corazón. A veces nos aferramos a nuestros viejos criterios y somos incapaces de cambiar. Sepamos abrirnos y dialogar. Eso no quiere decir renunciar a nuestros valores y a nuestra identidad, sino tener el valor de contrastarlos y enriquecerlos con otros. Sin una mente y un corazón abierto, no recibiríamos el alimento espiritual e intelectual que necesitamos para crecer como personas. Especialmente necesitamos abrir nuestro corazón a la palabra de Dios, que puede sacudir intensamente nuestro interior.

Finalmente, necesitamos coraje para perseverar. Los inicios de un camino, de una relación, de un compromiso, siempre son apasionantes. Como en un enamoramiento, nos invade la euforia y desbordamos de entusiasmo y fuerza. Pero al cabo de los años, vemos que ese fuego inicial no se mantiene solo; necesita que lo vayamos alimentando, a menudo con esfuerzo y trabajo por nuestra parte. Por eso es necesario ser constante, no desistir jamás. Una vez iniciamos un camino, hemos de seguir adelante, venciendo la desgana, los altibajos emocionales, el cansancio, incluso las enfermedades… Necesitamos coraje para seguir y no abandonar, para recorrer nuestro camino, haciendo acopio de fuerzas, hasta la meta final.

Muchas personas prefieren cambiar de camino. Como todos los comienzos son motivadores, pasan la vida probando y comenzando nuevos caminos. Es la manera de no llegar nunca a ninguna parte. Quien vive así experimenta mucho, pero avanza poco. Requiere mucho más valor elegir un camino y perseverar en él hasta el final. A tramos corriendo, otros más despacio, a veces superando enormes obstáculos… cuestas arriba. Pero siempre avanzando, hasta el final. Y los cristianos sabemos cuál es nuestra meta. Nuestra meta es el Cielo, el abrazo con Dios.

domingo, 7 de octubre de 2007

La confianza

Dos virtudes son esenciales para forjar una comunidad: el coraje y la confianza. Hoy hablaré de la confianza.

Confiar en Dios

Confianza es tener fe en alguien. Los cristianos decimos que tenemos fe en Dios. Nos fiamos de él. Sabemos que es grande, todopoderoso, que nos ama inmensamente y siempre está ahí… No cuesta mucho confiar en un Dios Amor.
Pero quizás nos cuesta más confiar en los demás. Y he aquí que Dios nunca nos habla ni se manifiesta directamente a nosotros, sino a través de las personas. ¿Por qué? Así lo ha querido. El evangelio lo dice: “A Dios nadie lo ha visto jamás”. Pero Jesús lo ha manifestado entre los hombres.

Los discípulos de Jesús creyeron en él y confiaron en él. Jesús, siendo Hijo de Dios, era perfecto y sin pecado alguno. Pero también era humano. Su manera de ser y sus acciones no eran del agrado de todos y tuvo muchos críticos y detractores. Para algunos, se relacionaba demasiado con pecadores, publicanos, gente de mala fama, prostitutas. Para los fariseos, celosos observantes de la ley, era un mal cumplidor de los preceptos. Otros encontraban sus palabras excesivamente rigurosas y exigentes. Hubo momentos en que las multitudes seguían a Jesús, pero hubo otros momentos de abandono y deserción. En una de esas ocasiones, el evangelio dice que “muchos lo dejaron”. Es entonces cuando Jesús pregunta a Pedro: “Y vosotros, ¿también queréis iros?”. Y Pedro, lleno de fe, responde: “¿A quién iremos, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Esa respuesta vehemente, llena de convicción, responde a la fe del discípulo incondicional. Pedro confía en Jesús. Ha sabido ver el rostro de Dios reflejado en él. Y, con Pedro, los restantes discípulos también confían en él. Creen que es verdaderamente el Hijo de Dios. Uno sólo entre ellos desconfió de Jesús. Y las consecuencias de esta desconfianza llegarían a ser trágicas. La traición de Judas se explica, entre otras cosas, a raíz de una profunda desconfianza hacia su maestro.

Los cristianos de hoy podemos gozar de la presencia de Jesús sacramentado, en la eucaristía y en el Sagrario. Sabemos que él siempre está con nosotros… pero no lo vemos físicamente. ¿Quién es para nosotros el rostro de Jesús?

Confiar en la Iglesia

La respuesta la hallamos en la Iglesia. De la misma manera que los apóstoles confiaron en Jesús, los cristianos estamos llamados a confiar en nuestros pastores, en la enseñanza de la Iglesia, en los sacerdotes, en los demás miembros de la comunidad. Si no confiamos en ellos, ¿cómo podemos pretender confiar en Dios? Es cierto que la Iglesia, formada por personas humanas, tiene muchas imperfecciones. Pero en los sacerdotes y en los hermanos no debemos limitarnos a ver los defectos humanos, pues todos los tenemos; los mismos apóstoles fueron personas con muchas limitaciones y defectos. Hemos de ver en ellos a hombres de Dios, llamados a una misión que compartimos todos. Los sacerdotes han recibido un don muy especial, y es esto lo que debemos considerar más importante. Confiemos en la Iglesia y en los sacerdotes. Trabajemos a una con ellos. Son los pastores que nos han sido enviados a las comunidades. No los hemos elegido, ni ellos nos han elegido a nosotros. Pero nos une algo más fuerte que nuestra voluntad: Dios. Si en una comunidad todos caminan unidos, confiando unos con otros, con una misma meta y un espíritu de servicio, esa comunidad será un trozo de Reino de Cielo. Avanzará y cumplirá su misión en el mundo.

La confianza es clave para que los grupos, las familias, las comunidades, se fortalezcan y crezcan. Allí donde entra la desconfianza, se quiebran las amistades y se acaban rompiendo las relaciones. La desconfianza agrieta y destruye. En cambio, la confianza es la amalgama que todo lo une y lo fortifica. Donde hay confianza, se pueden construir proyectos sólidos.